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Eran las dos un par de espigas que habían crecido de la misma semilla. Desde pequeñas –a excepción de sus padres cuyo llamado proviene más allá de la retina- todo el mundo solía confundirlas e importunarlas con regaños no merecidos, o por el contrario, excusarlas mutuamente ante la imposibilidad de descubrir a la pilluela causante de las fechorías.
Era sabido que las dos eran engañosas, con esa faz infantil e inocente que suelen aprovechar los niños cuya inteligencia les permite ser conscientes de sus propias capacidades malévolas.
Sin embargo era un hecho que ambas eran tan diferentes como lo puede ser el abuelo del nieto, o el girasol del huele de noche eran contrastes y cuando se encontraban solas, asumiendo la imposibilidad de engañar a la hermana, las dos solían emprender intrincados juegos –muy confusos para un observador externo- pero bastante comunes para aquellas dos pilluelas en los cuales su carácter diverso salía a flote.
Las dos eran muy inquietas, se les veía correr por todas partes; aparecer y desaparecer a placer por cualquier lado del pequeño pueblo, limpiándose sus manitas chamagosas en los bordes de sus vestidos iguales, pelando ese par de ojitos verdes enormes que las distinguía por doquier. Ese rasgo curioso y tan llamativo en una carita tan pequeña les había dado el renombre con el que eran conocidas en el pueblo; las aceitunas.
Todos querían a estas pequeñas niñas por su risa ligera, por el trote de esos cuatro piecitos que a todos lados iban juntos y cuya sonrisa cómplice era la mejor –y quizá la única- reputación positiva que tenían de ellas. Sin embargo, así como eran amadas por casi todos en el pueblo, también eran bastante temidas, sus bromas constantes las hacían el terror del lugar.
Nadie podía olvidar el desastroso día de la boda de Doña Cecilia y el Dr. Amador. Este último no solamente era su padrino, también había sido el encargado de traerlas al mundo cuando doña Consuelo parió a este par de pícaras. Fue el responsable de estar alerta de su peso y estatura durante años… además de vigilar rigurosamente que su cartilla de vacunación estuviera al día. Cada año era el mismo problema cuando las tenían que inyectar. Mientras el doctor sujetaba a una firmemente, la otra se le colgaba por la espalda exigiendo la liberación de su hermana. Era todo un espectáculo ver a las pequeñas pataleando, rasguñando y mordiendo al doctor que entonces dejaba ese lado cariñoso y amable por el que todos lo conocían, y verdaderamente emprendía una lucha en la que más de una vez salió con un par de moretones y pelos arrancados. Este episodio anual de sometimiento hacía que las aceitunitas encontraran una rivalidad casi histórica con el doctor.
Sin embargo, no se sabía lo que estas dos pequeñas traviesas traían entre manos cuando las designaron para ser pajecitas de Cecilia de la Cruz y Gongora, prometida del Doctor Ruthilio Amador García García. Las dos, con sus coronitas de flores alrededor del cuello y el tocado blanco de encaje en la cabeza se veían angelicales. Quizá para un observador más atento, una gran sospecha hubiera sido esas sonrisitas de complicidad que aunado a la dentadura incompleta de ambas les daba un aire culpable.
La ceremonia comenzó con normalidad, tras la marcha nupcial acostumbrada, la novia entró antecedida por las dos pequeñuelas, que sostenían un par de cajas rebosantes de pétalos para esparcir.
La gente veía con envidia como la boda más esperada por todo el pueblo transcurría mágicamente. Las dos se dedicaban a regalar sonrisas mientras con sus pequeñas manitas iban esparciendo las flores, creando un camino floral y aromático para que la novia caminara hacia su destino. El doctor estaba igualmente impecable. Portaba un sobrio traje negro, cuyo único toque de alegría era el pequeño clavel que portaba en el ojal del pecho izquierdo.
Los dos se encontraron finalmente en el altar, se tomaron de las manos, se miraron a los ojos y ante la mirada benevolente del padrecito Sebastián comenzaron la misa.
Todos tomaron el lugar que les correspondía. Los asistentes fingían escuchar atentos el sermón del padre, los novios se miraban por ratos entre ellos y por ratos la mirada inquisidora del viejo sacerdote, cuyo tono imperativo los obligaba constantemente a no desconcentrarse. Absolutamente todos, se olvidaron de las aceitunas. Y ese fue su error.
En las cajitas que ambas llevaban en las manos, no solamente había pétalos de flores, como así lo indicaba un primer análisis a simple vista, en la parte inferior estaban llenos de pequeños ratoncillos del campo que pacientemente habían sido recolectados desde un par de días previos a la boda.
Nadie se percató cuando la primera chiquilla, aprovechando la larga y abultada cola del vestido de la novia deslizó por abajo a los animalitos, mientras que la otra hacía lo mismo a los pies de las primeras bancas de los distraídos feligreses.
Tal vez no hubiera tenido resultados tan funestos si la gente, en un acto ridículo y desproporcionado, no hubiera sobreactuado ante la presencia inesperada de los roedores en la catedral.
La rechoncha señora Susana Gorna Fiona –o Susana Gordinflona como solían llamarla las aceitunitas- esposa del alcalde, fue la primera en sentir un par de garritas subiéndose por su pierna. Al bajar la mirada y contemplar con horror como el pequeño animalito escalaba con dificultad y miedo su portentosa pierna, pegó tal grito e hizo tal brutal movimiento que el roedor no solo cayó al piso al instante, sino que pereció presa entre el banquillo de madera y los enormes tacones de Doña Susana.
Tan fuerte fue el asesinato, que un chisguetito de sangre expulsado a gran velocidad fue a parar a la cara de la señora de Dorantes que se encontraba a su izquierda. Justo ese momento coincidió con que la novia contempló con horror los seis ojos rojos que la contemplaban entre los pliegues de su vestido. Ante su desgarrador grito ahogado inicial, y posterior desmayo, fue cuando realmente la iglesia se volvió un circo.
Ante los gritos aterrados de las mujeres, confundidas entre el desmayo de la novia, la cara manchada de sangre de la señora Dorantes y las ratas en el piso, tras la posterior persecución y caza de los pequeños roedores, que ante la imposibilidad de ser capturados, los hombres del lugar los perseguían hasta terminar con su existencia ante un pasmoso pisotón.
La sangre, los gritos, el horror y el clima colectivo del miedo fue inversamente proporcional a las carcajadas de las pequeñas aceitunas que para entonces ya se encontraban en el vestíbulo superior, justo al lado del coro, desdoblándose de risa ante el éxito inminente de su cruel chascarrillo.
Su madre, que en la desesperación de ayudarle a limpiarle la cara de sangre a la señora Dorantes había ensuciado su hermoso chal traído directamente desde Francia, al observar a aquel par destornillándose de la risa obscenamente justo a unos metros de ella, arrancó fúrica a obtener justicia por su propia mano, sin embargo fue detenida por su esposo, cuya mirada seria inmediatamente dirigió a las pequeñas -que acostumbradas a la dulce mirada paternal- les bastó para saber que se encontraban en serios problemas.
Sin embargo rara vez se les escapaba algo a las aceitunitas, cuyos cálculos habían previsto una situación como la que estaban enfrentando. Tras el posterior abandono desorganizado de la iglesia, y encerradas en el vestíbulo lateral del reciento, ante la mirada acusadora de los adultos presentes las dos tuvieron que rendir declaración.
Tras la mirada seria de sus padres, el sacerdote, su padrino y varias mujeres del pueblo ávidas de venganza, ambas juraron por lo más divino ser inocentes. Las dos defendían la inocencia propia y de la hermana, diciéndose incapaces de cometer tal fechoría como las que se les impugnaba.
-¿Y si doña Hermelinda –cuyo enamoramiento del Doctor era conocido en todo el pueblo- había sido la responsable? –Sostenía una de las pequeñas, mientras señalaba a una de las señoras presentes cuya vergüenza fue evidente ante el rubor instantáneo de sus mejillas.
-¿Y si es una plaga de Dios para Don Moy por vender carne malita? –sostenía la otra con una firme mirada de sus ojos verdes a la esposa de Moisés el carnicero, que según el mito urbano, era el responsable de la reducción drástica de los perros en el pueblo.
Y así fueron disparando argumento tras argumento en el cual la presunción de su inocencia se hacía más ridícula, pero a la vez más incómoda para todos los presentes. A tal grado llegó aquella escena que el viejo sacerdote entró en ayuda de las niñas, pero sobretodo de los feligreses afectados por las inocentes acusaciones –en mucho ciertas- de las dos diablillas y decidió que era demasiado acoso a las pequeñas, cuya inocencia era clara.
No era la primera vez –ni sería la última- que el ingenio de las aceitunas las había hecho salir triunfantes. |
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