: LA REUNION DE LA ABUELA


Nombre*:Pablo Etchevehere
Género*:Aventura
Título*:LA REUNION DE LA ABUELA
:Esa tarde de abril de 1937 Elvira estaba especialmente lúcida, la briza cálida de un otoño correntino entraba por el gran ventanal del recibidor de la casa.
-Abuelita háblanos de la guerra le dijo la prima Reinita con la impaciencia de sus curiosos catorce años.
La guerra, la guerra murmuró abuelita y comenzó a contar:
Hace muchos, muchos años, cuando aún sus padres no habían nacido, yo era una chiquilina, como ustedes, vivía cerquita de aquí, del otro lado de la plaza, donde ahora está la escuela normal. Mis padres, Pedro y María, eran cariñosos conmigo y con mi hermano menor Luis, que entonces orillaba los tres años.
Mercedes era un pueblo chico y ahora es un pueblo grande, la gente se conocía por el nombre de pila, y las familias tenían sus santos y sus pobres. Cada santo tenía su día, dijo abuelita, y se persignó, luego hizo un largo silencio, como buscando en el fondo de su mente recuerdos que dormían el sueño de los años y prosiguió hablando: San Blas el 2 de febrero, Santa Clara el 3 de abril. Cada santo tenía su función y cada función era una fiesta. Así era Mercedes aquél otoño de 1865. Saben dijo la abuela, yo ya leía, me ensenó mamá María y contar sabía hasta cincuenta. Abuelita abrió y cerró sus manos cinco veces y siguió hablando.
Me acuerdo que los peones de mi padre hablaban de una guerra, otra más. Antes que yo naciera hubo una batalla cerca de Mercedes entre colorados y celestes. Abuelita hizo una pausa y sus ojos se opacaron. Luego dijo: Una mañana mi padre, montó su caballo preferido y seguido por una larga fila de peones y carretas con provisiones, se dirigió a Goya. –Pedro se fue a la guerra, me dijo Fray Tomás, el cura de Mercedes. En el pueblo quedamos solos, mujeres niños y ancianos, así como los peoncitos que debido a sus cortos años no fueron admitidos en la partida.

La abuela hizo una pausa y comentó, me parece estar viendo la larga fila de centauros correntinos, vestidos de paisano, armados con sus arcabuces de caza, lanzas y pistolones, aquí o allá algún sable en manos de improvisados oficiales, como mi padre, y al viento la bandera argentina y los banderines celestes del partido liberal. Era la guerra. Y quedaron las mujeres, acotó la Abuela, muchas jovencitas y embarazadas, como mi madre, y quedaron las viejas que habían visto partir sus difuntos maridos tantas veces, y quedamos nosotros los niños, que entendíamos poco, solo sabíamos que la guerra era un monstro grande que se tragaba a nuestros padres. Desde ese día, cuando los hombres partieron, el silencio se apoderó de Mercedes, todos nos reuníamos al atardecer en la Iglesia, para rezar el rosario y pedir a nuestros santitos que volvieran nuestros hombres, que se muriera la guerra. Un día tempranito hubo un gran alboroto frente a la Comandancia, allí frente a la Pla! za, donde hoy está la Comisaría. El Eulogio, peón de los Balbastro, había vuelto con un mensaje dirigido al Juez de Paz Dionisio Cabral, mi tío.
La abuela hizo otra pausa, para ordenar sus ideas y siguió diciendo: Hay Dionisio, un hombre alto y de unos sesenta años en esa época, joven para viejo y viejo para marchar a la guerra con los demás. Por haber sido teniente del General Paz y estudiado en Córdoba, ejercía de Juez y jefe político de Mercedes. Mi tío llamó al cura, y las campanas de la Iglesia, resonaron como nunca, con desesperación, convocando a los vecinos, los pocos que aún habitaban Mercedes. Reunidos todos, ancianos, mujeres y hasta los niños que seguimos a nuestras madres y abuelas, e incluso los pobres del pueblos, amontonados a la entrada de la Iglesia y ocupando parte de la plaza, Dionisio les habló con el cura Tomás a su lado y dijo algo así como: "vecinos, tengo una mala noticia que darles, los Paraguayos han desbordado las defensas correntinas y vienen hacia aquí, a como un día de distancia. Vamos a abandonar el pueblo, esconderemos a las mujeres y los niños para que no se los l! leven, y para ello cavaremos pozos cerca del Paihubre", el arroyo que servía para todo y que como hoy, está a ocho leguas de la Plaza.
La abuela enmudeció y se durmió un poquito. Nosotras queríamos que siga hablando, pero respetamos su sueño y esperamos. De repente siguió hablando y parecía que nuevos recuerdos afloraban a borbotones de su mente: Todos cavaron e hicieron grandes y profundos pozos hasta de noche, alumbrados los peones por antorchas. Las mujeres pudientes llevaron unas ánforas llenas de monedas y las pocas joyas que tenían, también se enterraron los santitos que se veneraban en las casas y hasta la ropa y platería. Todo para evitar el saqueo de la soldadesca a la que se suponía descontrolada.
Y finalmente nos enterramos nosotros, mujeres y niños, los peones pusieron ramas sobre nuestras cabezas y se ocultaron en el monte. Pero ¿quienes quedaron en Mercedes?. Casi nadie, solo el Cura Fray Tomás y los sacristanes, que sacaron el Santísimo a la puerta del templo y abrieron las ventanas de par en par. Grandes cirios iluminaron la Iglesia toda la noche, según nos contó después Eulogio que junto a mi Tío el Juez se quedaron en la Comandancia atrincherados.
Llegaron a la tardecita, murmuró la Abuela, una larga columna de camisas coloradas, integrada por soldaditos casi niños, que gritaban y parloteaban en guaraní. Era la guerra, y que pasó, nada. Dos jefes, vestidos de otra manera, con largos sables, como dijo Eulogio, le gritaron al juez que saliera a hablar. Y mi Tío salió con la bandera nacional en la mano. Los dos oficiales, porque eso eran, se apearon respetuosamente y saludando militarmente se descubrieron los quepis y dando media vuelta ingresaron a la Iglesia y se postraron ante la Virgen de la Merced. La tropa atrás imitó a sus jefes y se hincaron en la plaza. Luego el Juez hizo traer tereré y bajo ese árbol que ustedes pícaras suelen colgarse como monas, ese mismo, hablaron los enemigos sentados en sus monturas.
Que se dijeron, no sé, dijo la abuela haciendo un gesto con los hombros. Pero después mi tío y Eulogio se retiraron solos del pueblo y la comandancia, la Iglesia, la escuelita y la plaza quedaron ocupadas por los invasores. Fray Tomás se quedó allí en su Iglesia y nosotros escondidos en los pozos. Era la Guerra. Pero saben mi hijitas, los paraguayos que eran muy jóvenes, eran alegres, y corría el agua ardiente, cantaban y bailaban en la plaza, haciendo un batifondo espantoso, toda la noche vibraron las arpas y rasgaron las guitarras. Las campanas eran tañidas sin motivo y todo el pueblo fue un jolgorio. Y saben había paraguayas, si mujercitas y no tan jóvenes que en esa época, según la costumbre, acompañaban a sus hombres a la guerra y lavaban la ropa cocinaban y bailaban y cantaban en el jolgorio de la guerra, que nosotros los niños poco comprendíamos.
La abuela paró su narración y pidió a doña Carmen su dama de compañía que le alcance mate, volvió a buscar en el baúl de su memoria y prosiguió entre sorbo y sorbo. Nosotras electrizadas seguíamos cada palabra suya con extrema atención. Y siguió el baile nomás, dijo la abuela y así tres días con sus noches. Nosotros en los pozos apenas comiendo y rezando a todos los santitos que yacían enterrados boca abajo, hasta que según la costumbre, hicieran el milagro de alejar la corte de diablos rojos que ocupaban nuestras casas, nuestra iglesia y nuestra plaza. Hasta que al tercer día de aquella insólita semana santa de 1865 el milagro se hizo. De pronto el ruido de la caballada al trote y luego al galope y el temblor del ganado pasando cerca de nuestros pozos salvadores, pero alejándose hacia el lado del Brasil, hasta que el ruido de carretas, ganado y caballos se fue debilitando, envolviéndolo todo, el más cerrado de los silencios.
Una mañana en el Paihubre sin pájaros, sin música y sin paraguayos. Se habían ido. La abuela pareció iluminar sus apagados ojos y un gesto de alivio se dibujó en el semblante. Y prosiguió: Primero salió un viejo, Francisco que hacía de boticario en el Pueblo, sacaba muelas y cortaba el cabello en el Club a los caballeros. Había combatido con Garibaldi su paisano, en Montevideo y portaba melena y largos bigotes rubios, siendo muy popular entre los niños, por tener siempre las manos llenas de confites de Córdoba. Francisco salió y se animó a seguir caminando hasta el pueblo seguido por dos añosos peones, y volvió gritando acompañado por Fray Tomás, se fueron se fueron, mirácolo, mirácolo, diciéndolo en una mezcla imposible de criollo e italiano. A lo lejos, se hoyó una melodía salvadora, que primero parecía un rumor distante y luego se hizo más y más audible hasta sonar estridente. Una diana, todos se congelaron y habiendo salido de los pozos, comenza! ron a entrar de nuevo. "No, no" dijo Francisco, que sabía de toque y cornetas. "No es la diana paraguaya, es la nuestra es la nuestra repetía", mientras de sus azules ojos brotaban copiosas lágrimas.
¿Era mi padre? Se preguntó en voz alta la Abuela, como hablando consigo misma. No, si los correntinos de Mercedes, el escuadrón de Guardias nacionales solo portaba una corneta vieja, tan vieja que se decía que la había traído el General Belgrano a su paso por Curuzú Cuatiá, por lo menos sesenta años atrás. No era la corneta correntina, era la diana del ejército nacional, que precedía una fila interminable de uniformes azules con vivos rojos. La gente quedó petrificada, mientras las campanas de la Iglesia de Mercedes tocaban a gloria, en manos de los sacristanes. A la cabeza de las tropas avanzaba nada menos que el presidente de la República, Bartolomé Mitre, rodeado de barbados generales, hombres y caballos, banderas, y cerrando el desfile una caravana de carretas.
Todos convergieron a la plaza del pueblo. La gente saliendo de los pozos y desenterrando los santitos a los que se puso cabeza arriba, y en la plaza, presidente y generales, soldados y pueblo se hincaron ante el altar de la Virgen de la Merced, que Fray Tomás y sus sacristanes ubicaron a las puertas del templo. El milagro de la Semana Santa se había cumplido. Y saben niñas, les voy a contar un secreto. A ese ejército lo traje yo. A esa altura del relato, el aire contenido en nuestros pulmones nos impedía respirar.
El rostro de la Abuela se tornó enigmático e hizo una pausa para rescatar el último recuerdo del arcón de su pasado y dijo: Cuando mamá María me llevó al pozo llevé entre mis manos una estatuita del santo Francisco Solano, devoción de mi familia. Lo escondí como todos, pero no lo puse cabeza abajo, no lo castigué. Lo mantuve todo el tiempo entre mis manos y también lo cubrí con mis ropas. Y le dije: Santito Solano, Pai Solano, traéme a mi padre, Pedro, traéme al Ejercito, traéme al Ejercito. Y así por tres días con sus largas noches. Hasta que el Santo, tal vez compadecido con una niña de ocho años muy devota o agradecido por no haber sido castigado cabeza abajo como Santo Domingo, o Santo Tomás, hizo el milagro y que milagro. La Abuela sonrió pícaramente y agregó, pero también trajo a mi padre. Saben, cuando desfiló el ejército, el último escuadrón que cerraba la formación era familiar a nuestros ojos, bajo uniformes nuevos y con vivos de tenie! ntes, mi padre y alguno que otro pariente enarbolaban la bandera correntina y seguían los peones guaraníes y mulatos con rifles y carabinas nuevitas.
El escuadrón de guardias nacionales de Mercedes, volvía a casa. Pareció que la Abuela había desatado el último de sus recuerdos, y nosotros nos disponíamos a pedir la merienda, cuando la abuela dijo: Hubo un gran baile unos días después y saben, su abuela recibió un confite, un caramelo de la mano del Presidente de la República, Mitre, quien fumando su tradicional habano nos dijo a los niños que estábamos rodeándolo con curiosidad: "amiguitos la patria está salvada porque los niños correntinos con su comportamiento aquí aseguraron el futuro del país".
Esas palabras mis nietitas repercuten aún hoy a tantos años de distancia en mis oídos. Cuando la guerra nos despertó del amable sueño que vivíamos los niños de Mercedes en esa lejana época. Dicho esto la abuela se levantó, abrió una caja que tenía guardada en su armario y nos dio a cada una un pesado y petrificado confite de córdoba, "tomen, son los caramelos del General Mitre, los que me dio esa noche en el Baile de los Cabral, "el Domingo de Resurrección de 1865".-



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