: | No vayan a creerse que nuestras visitas se limitaban a atacar al círculo de parientes y amigos de nuestra Tati. Nosotros también disponíamos de nuestras propias víctimas. Por ejemplo, mi tío Faustino, el relojero y dueño de la relojería Armero, cuyo oficio incluía, además de la atención a su negocio, el cuidado y mantenimiento del antiquísimo y original mecanismo –hoy sustituido por maquinaria automática- del gran reloj de la torre de Mangana, que presidía a golpe de carillón y campanadas, encaramado en las alturas, el ritmo vital de la pequeña urbe.
Vivía y trabajaba mi tío en medio de Carretería, principal arteria comercial de la ciudad. Lugar obligado de paseos, compras y corrillos de tertulia al aire libre. Tramo estrella del itinerario del magro repertorio de desfiles festivos de aquellos años: procesiones en Semana Santa, cabalgatas en Reyes, y carrozas "quiero-y-no-puedo" acompañadas de enanos y cabezudos en las Ferias de San Julián. La casa de mis tíos, sita sobre el local que ocupaba la relojería, poseía uno de los balcones mejor ubicados para presenciar tales eventos, atractivo añadido a los muchos que ya tenían, para nosotros, tanto la tienda y taller como la vivienda familiar de mis parientes.
Dada la compulsiva higiene con que nuestras tías Virtudes y Carmen –esposa y cuñada del tío, respectivamente, ambas las dos hermanas de mi padre- mantenían impolutos su comercio y su morada, intentábamos alcanzar aquel enclave lo más limpios posible, si no contamos alguna tierrecilla u hoja procedentes del vecino Parque de San Julián que hubiesen osado adherirse a nuestro calzado, y que se suponían suficientemente eliminadas por el frote y refrote voluntarioso a que sometíamos a nuestros zapatos sobre el felpudo de la entrada, antes de aventurarnos a hollar los impecables suelos de la relojería.
Traspuesto el umbral de la puerta acristalada con el marco pintado de verde oscuro, junto a la que se abría un pequeño y sobrio escaparate lateral, penetrábamos en el siempre penumbroso local, iluminado durante la mayor parte del horario comercial solamente por la luz que entraba desde la calle. Era la tienda-taller una estancia alargada, el rincón del fondo señalado por el círculo amarillo de un flexo que lucía sobre mesa de trabajo de mi tío Faustino, siempre cubierta de relojes destripados, lentes de relojero e hileras pulcras y ordenadas de delicadísimas piezas y herramientas. A la mesa del relojero sólo se nos permitía un acercamiento reverencial y bajo vigilancia, sin tocar nada.
Más a nuestro alcance estaba el lustroso mostrador de madera oscura que recorría el local casi de punta a punta, y que cumplía, tanto la función de despacho comercial, como la más habitual de lugar de tertulia, que regularmente presidía con imponente presencia y mando en plaza, mi tía Virtudes (la "relojera" consorte), en ocasiones con el auxilio de su hermana menor, mi tía Carmen.
Allí acudían, como si tuviesen que pasar lista al llegar a la capital, casi todos los habitantes de La Motilla del Palancar –pueblo natal de mi familia paterna- que se desplazaban a Cuenca por algún motivo: visitas médicas, papeleos de diversa índole, o compras.
Los recién llegados informaban puntualmente a mis tías acerca de las últimas novedades del pueblo y, a cambio, eran asesorados sobre la mejor forma de realizar sus recados, gestiones y encargos. A la vez podían, con toda tranquilidad, dejar sus pertenencias (paquetes trabajosamente envueltos en papel de periódico, cestos cubiertos de tela y esmeradamente atados) bajo la custodia y vigilancia de mis parientas, como si aquello fuera una consigna de estación. Por todo ello, quienes conocían esos tejemanejes, apodaban a la relojería de mi tío "consulado de La Motilla en Cuenca".
Mi hermano y yo escuchábamos las conversaciones de los visitantes, pero enseguida, la ignorancia sobre los temas y personajes que las poblaban las convertían, a nuestros oídos, en poco menos que crípticas:
• ¿Se acuerda "usté"… –allí todo el mundo se llamaba de usted o de "usté"- de la Jerónima, la de los Retamares –interpelaba una de las recién llegadas del pueblo a mi tía Virtudes.
• ¿Cómo no voy a acordarme, mujer? –contestaba mi pariente, ahuecándose con mimo los rizos permanentados-. La Jerónima, la sobrina del párroco. La que tiene un lobanillo en la cara.
• La misma. Pues ahora está de pleito con sus primos.
• ¿Con los de la rinconada de Almodóvar?
• No "quiá", con los otros, los de la casa grande del Riato. Es que murió la abuela.
• No lo sabía, cuánto lo siento mujer.
• Se acostó una noche después de cenar, tan lustrosa y lucida, y la encontraron muerta al día siguiente, así, de repente. Tenía tan buena cara que parecía tal que si estuviese durmiendo. Una bendición de Dios.
A aquellas alturas de la abstrusa conversación, ni mi hermano ni yo comprendíamos por qué encontrar muerta a una señora, por muy buena cara que tuviese el cadáver, suponía una bendición de Dios… Así que esperábamos a que los recién llegados se marchasen de una vez a solventar sus asuntos para, en su ausencia, y aprovechado algún descuido de mis tías, echarle una ojeada curiosa a sus cestas y paquetes, por ver si adivinábamos su contenido. Luego nos íbamos con la música a otra parte, es decir, a molestar a mi tío Faustino que, sentado a la mesa de trabajo, se afanaba sobre sus relojes.
Teníamos mi tío y yo un saludo secreto previamente pactado entre ambos, una broma privada que se remontaba a tiempos remotos –antes de nacer Gonzalo, cuando yo era hija única, si bien poco me duró la sinecura-, y que a mi hermano, excluido de aquella ceremonia, le daba cierta envidia:
• Buenos días, Mari Pola.
• Buenos días, Tío Faustano.
Entonces, mi hermano, que no se resignaba al papel de mero espectador o comparsa, contribuía a enriquecer nuestro saludo-contraseña recitando de corrido un retruécano que le había enseñado mi padre: <<Buenos días, tío Matías, ¿ha comido usted judías? ¡No señor, que estaban frías!>> –. Y se mondaba de risa al decirlo, él solito, ¡criatura!
Después, empezábamos a interesarnos por lo que estaba haciendo mi tío con los relojes, y a asaetearlo a preguntas, hasta que el buen hombre, un poco harto de tanta tabarra, nos proveía de cuartillas y lapiceros proponiéndonos temas de dibujo y entretenimiento tranquilo:
• Venga, dibujad una rosa; ¡pero bien dibujada, que las que hicisteis el otro día parecían repollos! Y, de paso, a ver si os inventáis alguna poesía o algún cuento. Luego me lo enseñáis, a ver qué tal.
Resignados a dedicarnos un rato a la creación artística y literaria, nos íbamos mi hermano y yo con nuestros artísticos e intelectuales trebejos hacia la mesa camilla que había al fondo de la tienda donde, por lo usual, ya se había acomodado Tati para hacerle compañía a mi prima Mari Tere.
Las dos estaban hablando de sus cosas y no hacían demasiado caso de nuestros esfuerzos pictóricos.
• Mira Tati, mira que flor tan bonita me está saliendo, voy a ponerle hojas en el rabo -comentaba mi hermanillo, intentando llamar la atención.
• Se dice tallo -aleccionaba yo, repipi.
• ¡Huy, qué preciosa te está quedando, hermoso! –halagaba Tati a mi hermano sin mirar siquiera, la muy falsa, el dibujo que éste le mostraba; y proseguía con lo que le estaba contando a mi prima-: Pues, ya te digo, me gustaría hacerme para el entretiempo una chaquetilla de angora de manga corta, lo que pasa es que la lana de angora es muy cara.
• No se llevará muchas madejas, porque la angora, como tiene pelillo, cunde mucho. Y además esas chaquetas no son como las rebecas. Son más cortas, justo hasta la cintura, como boleros. A lo mejor la tita Carmen me hace a mí una de color rosa con botones de perlita –presumía mi prima.
Entonces entraba de la calle la aludida, mi tía Carmen, normalmente procedente de la Plaza del Mercado, donde los dueños y dueñas de los puestos la temían más que a un nublado, por cliente exigente y protestona.
• Hay que ver -refunfuñaba-, más de veinte duros me he gastado para cuatro cosas que traigo. Y malas. Estas peras de agua que venden ahora no valen nada, yo creo que están picadas. Pero, como no había otras, y Mari Tere no quiere comer otra fruta.
La prima protestaba, hipocritona:
• Pero si a mí me da igual. Manías que tienes tú-. Aunque todos conocíamos su proverbial delicadeza a la hora de comer, y el mimo con que la tía Carmen complacía sus tiquismiquis.
En el interín, nosotros habíamos terminado de dibujar las dichosas rosas, y hasta habíamos pergeñado algunos textos alusivos junto a los dibujos: Rosa, rosa, rosa, del jardín la más hermosa. O A mí me gusta la rosa porque es de color de rosa y además es olorosa, y rimas de ese jaez. Menos mal que mi tío, potencial oyente de nuestros esfuerzos literarios, no era un Herodes.
• Mira tío Faustino, mira. –Le mostrábamos con orgullo los deficientes resultados de nuestros esfuerzos.
• ¡Anda! ¡Otra vez parecen repollos las rosas!, pero las poesías os han salido muy bonitas –nos consolaba al ver que su comentario nos había aplatanado un tanto-. Venga, ahora subid arriba. Encima del aparador de los espejos hay un libro de cuentos que encontré el otro día, de cuando el primo Manolo era pequeño.
Mi primo Manolo, muy, muy mayor, y al que casi no conocíamos, estaba estudiando en Madrid.
• ¿Cómo se titula? –inquiría yo ilusionada, ávida devoradora de cuentos como era. En realidad leía cualquier cosa que cayese en mis manos, pero los cuentos eran mi debilidad.
• La pastora de ocas en la fuente, creo.
• ¡Qué bien! Ése no lo he leído.
• ¿Tiene dibujos? –preguntaba mi hermano, menos amigo de la letra impresa que de las ilustraciones o "estampas".
• Sí que tiene, y bien bonitos. Anda, subid por él.
Y subíamos, encantados, a la planta superior que había sobre la relojería, porque así se nos ofrecía una excusa para curiosear en la vivienda de mis tíos, semiprohibido paraíso donde había cosas preciosas, todas frágiles y delicadas, tales como una colección de relojes dorados encerrados en fanales de cristal y algunos juguetes antiguos de los de "mírame y no me toques", entre ellos varias muñecas de porcelana (de la China, decía mi tía Carmen) que reposaban, muy serias y conscientes de su tronío, sobre las colchas de ganchillo de un blanco impoluto, estiradas y almidonadas sobre las altas camas de los dormitorios. Había que aprovechar el tiempo, porque al poco subiría la tía Carmen para dejar la compra en la cocina y ya no nos quitaría el ojo de encima, no fuera a ser que rompiésemos algo. Así que, al poco, volvíamos a bajar a la tienda con el libro de cuentos, y yo me ponía a leérselo a Gonzalo, lo cual era bastante trabajoso porque había que i! r explicándole todo.
• ¿Qué son las ocas, son patos grandes, o pollos? ¿Por qué tienen pastora como si fuesen ovejas? Los pollos no llevan pastoras ¿verdad? ¿Por qué la pastora no es un pastor? ¿Tiene la pastora un perro grande, como ése que vimos el otro día en el campo? Y, si las ocas son como patos gordos, ¿hay pastoras de patos? ¿Hay ocas negras con una estrellita blanca en la frente como la oveja pequeña que yo me quería llevar a casa el otro día? -interrogaba mi hermano con curiosidad inagotable.
Y así siempre. Una fatiga que me tragaba yo solita, porque los demás, tan contentos al vernos entretenidos, iban a lo suyo sin hacernos caso. Hasta que nuestra joven guardiana, Tati, miraba su relojito (el que le regalaron en la primera comunión, que conservaba como oro en paño, pues en aquella España pobretona un reloj era cosa seria y no lo tenía cualquiera) y caía en la cuenta, sorprendida como siempre, de que se nos hubiera hecho tan tardísimo y de que ya fuera hora de irse pitando. Nos cogía de la mano, y mi hermano y yo salíamos de la penumbra de la relojería medio cegados por el resplandor del exterior, dejando inconcluso el cuento de la pastora de ocas sobre la mesa camilla, para otro día. |
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