: | Un anciano circunspecto, vestido de negro, con una camisa blanca de cuello alto, se sentaba algunas tardes junto al ventanal del club social mercedeño, abstraído apenas llevaba a la boca un trago de ginebra, mientras escribía en un grueso cuaderno con tapas forradas en cuero marrón:
"Soy el estanciero Manuel Díaz, a mis ochenta años solo me queda poner una mano sobre la otra y acordarme de los que he conocido en mi larga vida. Aquí en la ciudad de Mercedes surcada sus calles de tierra colorada, por automóviles que van a treinta kilómetros por hora, en esta calurosa tarde de enero de 1926 busco en mi pasado algo que siempre se me introduce en la memoria. Busco los ojos muertos del paraguayito en aquél enero de 1866 en el Estero Bellaco. Era yo entonces, un mocito de 18 años, al que la guerra Grande había arrancado del trabajo cotidiano en la Estancia familiar y llevado por los vientos del destino a ejercer el rango de Alferez a guerra en la Guardia Nacional correntina. Esa noche de la que me acuerdo como si fuera hoy, el Capitán Azcona había dispuesto una patrulla que debía unir el campamento argentino con el brasileño, ubicado a unas dos leguas en un saliente de tierra sobre la selva. Marchaba al frente del grupo, un teniente porteño d! el que no me acuerdo el nombre, cerraba la fila yo.
Andando un trecho, el estero cobró vida, el bicherío clamaba y sigiloso el yaguareté aguardaba algún resagado para hacerlo su presa. El enemigo agazapado en la espesura del monte era uno más de los peligros que nos asechaban. No recuerdo cuando sucedió, pero el corte aún me duele. En sueños veo correr mi propia sangre sobre el uniforme de vivos rojos. Siento el
dolor de la carne cortada y el fuego de la herida, el ahogo y la furia
contra aquello que se había descolgado sobre mi e intentaba
apresuradamente degollarme con un yatagán, letal machete que solían
llevar los satinadores paraguayos. Mi atacante se había descolgado
súbitamente de un alto árbol, aprovechando que me había demorado unos
cuantos pasos del resto de la columna y se había montado literalmente
sobre mis hombros, sujetándome el cuello con una mano y comenzando su
macabra taréa con la otra. Cro que fueron unos segundos de lucha que me
pareci! eron eternos, cuando saqué el sable bayoneta y lo ensarté de!
l estóm ago a la nuca. Un terrible grito, que aún retumba en mis
oídos, salió de mi atacante, que seguidamenté cayó pesadamente al suelo
empapado de su sangre y la mía. Antes de caerme y quedar inconciente
pude ver que mi temible enemigo era apenas un niño de unos doce años,
desnutrido y solo vestido con una camisola colorada y un burdo quepís de
cuero, con la bandera paraguaya pintada a mano. Pese a la oscuridad
pude ver sus ojos glaucos, esos ojos que aún hoy sesenta años después me
miran sin mirarme. Luego me desplomé cayendo al suelo, y lo que pasó
después me lo contaron posteriormente. En el momento que era atacado por
el soldadito paraguayo, el resto de la patrulla enfrentaba a tiros de
mausser al invisible enmigo. Al verme a la distancia, tirado y sin
movimiento, en medio de los paraguayos, el porteñito al mando, ordenó
repliegue y allí quedé dado por muerto por mis propios camaradas.
Tampoco el enemigo salió de su escondite, mientras que un nutrido grupo !
de brasileños de color se acercaba para llevar heridos en
improvisados palanquines. Los "negros también juntaban los muertos y les
prendían fuego para evitar las inevitables cólera y fiebre amarilla que
hacían estragos en los campamentos. Y allí me vieron a mí y mi
circunstancial compañero que seguía inmóvil y aferrado a mi guerrera.
Uno de los soldados, un cabo me dijeron, expresó "ese hombre parpadea" y
rápidamente me apartaron de la pirámide de cadáveres y me subieron a un
palanquín. Desperté operado varios días después, en el hospital de
sangre de los brasileños. Sesenta años pasaron desde la noche en que la
guerra y la muerte decidieron que viviera para contarlo.
El
calor invadía el salón del Club social. -Don Manuel: teléfono creo que
es de su casa. El anciano se levantó lentamente y se dirigió al
mostrador para atender la llamada en el aparato telefónico, ántes, casi
automáticamente se aflojó el cuello alto, reflejando en el espejo la
brutal cicatriz que cruzaba su garganta.- |
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