| : |  Caminaba por la calle, buscando su reflejo en miradas ajenas. Irónico que no creyera en el alma gemela y cada mañana esperara con ansia su llegada.
Un buen día, asomada en el balcón, vio, al otro lado de la calle, en el edificio de enfrente, a través de la ventana, el cuerpo desnudo de un hombre, que intentaba quitarse la vida. Con una pistola en la mano, se apuntaba a la cabeza y con la otra mantenía su celular pegado a la oreja.
El mundo era ajeno a lo que estaba sucediendo. Una llamada interrumpió los pensamientos de Ana que, rápidamente, contestó el teléfono. Se escuchó una voz masculina al otro lado de la línea, que dijo:
-Por favor, perdóname. Te necesito más que a mi vida.
-No te quiero volver a ver nunca- respondió Ana, que luego colgó el auricular.
Se dirigió hacia el balcón y se asomó de nuevo. En el vidrio de aquella ventana, se apreciaba una mancha color carmesí, que escurría lentamente. Una bala había terminado con el sufrimiento de aquel pobre infeliz. Ana suspiró profundamente, mientras una lágrima rodaba por su mejilla.
Alguien tocó a la puerta. Ella abrió lentamente, intentando disimular la tristeza que la embargaba. La voz masculina, de aquella llamada, tenía un rostro avejentado y cortado por las arrugas. El hombre, de unos sesenta y cinco años, entró al departamento y abrazó fuertemente a Ana que, primeramente, intentó rechazarlo, para después derretirse en el amor.
-Hija, perdóname... Nunca fue mi intención lastimarte. El divorcio con tu madre no ha sido fácil y los negocios me mantienen muy ocupado. Si me he alejado de ti, lo siento. Ahora, dime ¿Por qué lloras?- preguntó su padre.
-He visto a un hombre morir...- contestó, sollozando, Ana. |
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