: | Pato, el niño feo.
Ninguno de los barrios de aquella populosa ciudad tapatía podía presumir a una familia como la que vivía en ese arrabal cuyo nombre sí sé, pero prefiero no recordar. Esa familia, común y corriente, la integraban papá, mamá y media docena de hijos. Hijos e hijas, para ser más exacto y estar a la moda, a la moda política, aclaro.
Ambos, papá y mamá, eran originarios de los Altos de Jalisco, de esa región donde los ojos azules y verdes le dan color a los rostros blancos, enmarcados éstos por hermosos cabellos dorados y largos. Ellos no eran la excepción, la naturaleza había colocado, además de unos hermosos ojos azules, unas coloridas pecas en el blanco rostro de mamá – bueno, en el rostro y en otras partecitas que sólo papá podía ver, y tocar – que le daban un aire medio qué sé yo. Papá también tenía lo suyo, era alto, güero, ojos claro, piel blanca sin pecas, pero eso sí, muy pícaro. Ya casados dejaron la región de los Altos por los bajos ingresos que obtenían; emigraron, como muchas familias, del campo a la ciudad. Fue en la ciudad donde, sin televisión por cable, ni grande campos donde correr, se dedicaron, por varios años, a lanzar al mundo hijos e hijas.
Después de algunos años, y tras la llegada cinco votantes (¿a ellas se les dice votantas?), fieles seguidores de las Chivas y amantes de las tortas ahogadas, llegó el último de sus hijos, un inexplicable aficionado a las Águilas y tragón confeso de tacos al pastor. Lo bautizaron, en honor a su abuelo materno (o del paterno, no recuerdo, al fin da lo mismo) con el hermoso y legendario nombre de Patricio. Los cinco hermanos mayores no desentonaron, siguieron con el linaje familiar. Al fin y al cabo hijo de güero, güerito. Las dos hijas de largos cabellos rubios, pecas que adornaban los pómulos y el pecho, piel blanca, ojos verdes y sonrisa de dientes perfectos. Los tres hermanos, menos altos que ellas por ser menores, ya presumían que llegarían a ser galanes de pelo rubio, tez blanca y ojos claros. La piel blanca comenzaba a llenarse ya de pecas en las partes que más sol recibía. Y llegó Patricio.
El día de su nacimiento el papá no dejaba de recordar la letra de una canción tropical: "Oye capullo…". Algo había pasado en la línea de producción. El último de sus retoños era de piel morena, tenía una mata de cabello oscuro y rebelde que apuntaba en todas direcciones; sus ojos, que verían horas después de nacido, eran oscuros, su nariz estaba algo achatada y, ciertamente, no se parecía ninguno de sus cinco hermanos. Y creció Patricio.
Al pícaro muchacho todos en su casa le decían de cariño Pato, apodo muy gastado que cae sobre quienes portan el nombre de Patricio. Ni el nombre ni el apodo eran del agrado del menor de la familia, sin embargo, como los escuchaba todo el tiempo, ya no protestaba, todos llegaron a creer que no le importaba. Y Patricio comenzó a hablar.
En cada reunión familiar se sigue recordando como, cuando el pequeño pudo articular la primera frase larga, reclamó airadamente a sus padres el nombrecito que le habían endilgado. Uno de sus hermanos, mayor varios años, le explicó el significado de su nombre con la intención de revertir el sentimiento de rechazo que el niño tenía por su peculiar nombre y, de paso, para evitar que el día menos pensado el pequeño le mentara la madre a sus dos progenitores. Le habló de su noble origen romano, del honor que en la antigüedad representaba para aquellos que eran nombrados como él. ¿Y? le respondió Patricio, "yo vivo en el siglo 21, no en la antigüedad". Y como no hay plazo que no se cumpla, llegó el día en que Pato pudo pensar y retener en la mente más de una frase larga, y entonces el reclamo se convirtió en pleito. "Se pasaron" les dijo un día a sus padres, "me hubieran puesto un nombre normal, como los de mis hermanos". Parecía como si el dest! ino se hubiera ensañando con el pequeñito, por un lado era físicamente distinto a sus hermanos y, por el otro, su nombre y apodo nomás no le ayudaban. Y llegó el primer día de Patricio en la primaria.
Como era de esperar, el apodo lo siguió a la escuela. Pato por aquí, Pato para allá, Pato más acá. Nadie pudo decir que no era por cariño la sustitución del nombre por el apodo. Es más, todos pensaban que se lo había ganado con su simpatía y don de gente, porque el chiquillo era simpático, tenía sangre liviana, a todos caía bien, las maestras le tenían un afecto especial. Y sucedió lo que tenía que suceder, una de las maestras, en un arranque de efusiva demostración afectiva le dijo, apretándolo contra su pecho: "Patito". El cielo se vino abajo para el chiquillo de pelos rebeldes. "No manches" pensó, sin saber, claro está, lo que significaba la frasecita esa, pero como siempre escuchaba que sus hermanos decían "no maches" en momentos difíciles, pues él también la dijo, o la pensó, por lo menos. El momento fue difícil no tanto por la variación del apodo, decirle patito no fue lo peor; lo que causó que su imagen se viniera abajo fue el ! decírselo frente a sus compañeritos de clase que, como todos sabemos por haberlo vivido, suelen ser verdaderos expertos en el arte de la burla y el sarcasmo. Así, gracias a un inocente abrazo, pasó de Pato a ser Patito. Las cosas cambiaron en la escuela, ahora era que si Patito esto, que si Patito aquello. En los días siguientes al partido de futbol llamado el clásico de clásicos, sus enemigos de clase empezaron a decir que era un Patito que se creía águila, por aquello de su ofensiva afición al equipo amarillo. Comenzó a extrañar el apodo anterior, Pato no estaba tan mal, se dijo un día. Ya de menos que me digan por mi nombre, le dijo a uno de sus compañeritos.
Pero como suele suceder cuando uno piensa que las cosas no pueden empeorar, pues empeoran, y qué mejor persona que una hermana mayor para avergonzar un niño en su escuela. Si la presencia de una hermana en la primaria es mala, la presencia de dos es catastrófica, apocalíptica. Como si el universo conspirara contra el pobre Pato, un buen día no llegó su mamá por él, en su lugar llegaron a la escuela dos de sus hermanas. Como antiguas estudiantes de ese lugar, decidieron entrar y esperar a su hermanito sentadas en uno de los pasillos. Pocos minutos después el timbre sonó para anunciar el fin de las clases. Por una de las puertas salió un grupo de pequeñines que gritaban y reían a todo pulmón, justo frente a las hermanas que, ya de pie, de inmediato reconocieron a su hermano entre los que salían. Los niños se detuvieron ante la presencia de las dos mujeres, guardaron silencio pues ellas los observaban, sonriendo. La confusión fue total. Sin morbo, los niños s! e quedaron paralizados ante el rostro de las dos chicas. Los impresionaron los hermosos ojos azules, el cabello rubio y la sonrisa perfecta que por duplicado tenían enfrente. "Hola, Pato", dijo uno de ellas mientras continuaba sonriendo. Todos los niños voltearon a ver a Patito. "Son mis hermanas", balbuceo. Los tres caminaron rumbo a la salida, seguidos por las miradas estupefactas de un buen número de niños. Mientras iba rumbo a la puerta de entrada del plantel, llevaba en la mente no el tradicional pensamiento de "trágame tierra", no, no era ese, él iba avergonzadísimo y, viendo de reojo a sus hermanas, pensaba "trágatelas tierra".
¿Cómo voy a ir mañana a la escuela? Pensó durante la tarde. "Me van a decir cuñado, no me la voy a acabar, así le pasó a Pancho cuando fue su hermana, y eso que está bien fea", se martirizó en silencio mientras cenaba. Comprender los mandatos del universo, para un niño de siete años, puedes ser cosa difícil. Patricio no vio venir la siguiente jugada que el universo la mandaría a través de las mentes de sus compañeros. Y el día siguiente alcanzó a Patricio.
Llegó a la escuela temprano como siempre, pero aterrado como nunca. En el camino a su salón no se topó con ningún compañero, lo que aumentó su ansiedad. Al entrar al salón ya había un número temible de compañeros y compañeras que, al verlo entrar, soltaron una sonora carcajada. ¿A poco esas muchachas son tus hermanas?, preguntó Pancho entre risas.
- Sí, son mis hermanas ¿por qué? – respondió Patricio con voz apagada.
- Es que están bien bonitas – dijo una de las compañeritas.
- ¿Y? – preguntó Patricio, sorprendido por la ausencia de las burlas.
- Porque tú estás bien feo – se adelantó a responder otro compañero.
Nuevamente las carcajadas fueron tan sonoras que intimidaron a Patricio. "Ya sé porque te dicen Pato" le dijo otro compañerito, mientras se reía animadamente.
- ¿por qué? – preguntó Patricio con la cara roja por la vergüenza.
- Porque eres el feo de la familia, todos en tu casa son güeros y blancos.
- Eres Patito, el niño feo – dijo la compañerita antipática que Patricio no podía ver ni en pintura.
Patricio jamás había escuchado en su casa un solo comentario que aludiera las diferencias físicas tan evidentes entre él y el resto de la familia. Se quedó pensativo, sin responder a las burlas de sus compañeros, sumido en su silla por el resto de la mañana. Pudo pensar en sus rasgos, los comparó con los de sus hermanos mientras el resto del grupo repetía monótonamente una tabla de multiplicar, como si fuera una letanía digna de la misa del domingo. "Es cierto", pensó en el recreo, mientras masticaba los frijoles refritos con queso añejo de su torta. A su corta edad reconoció el amor y el respeto que su familia sentía por él, ya que ninguno de ellos lo había hecho sentir diferente a pesar de serlo de forma tan notoria. "Además soy el único que le va a las Águilas", dijo en voz baja cuando limpiaba su boca con una servilleta manchada de frijoles. "A lo mejor un día me dicen por qué soy diferente" pensó mientras caminaba de regreso a su sal�! �n. Y a Patricio le llegó la respuesta.
El universo, incansable y trabajador incluso en Semana Santa, respondió rápidamente a los anhelos del joven Patricio. La familia se preparó para recibir a otra familia que llegaría a pasar las vacaciones santas directamente desde el Distrito Federal. Los matrimonios, compadres por partida doble, mantenían una gran amistad desde la época de la añorada soltería de los cuatro en la hermosa ciudad tapatía. Las visitas eran recíprocas, las vacaciones donde todos convivían en la misma ciudad, en la misma casa, eran frecuentes, amenas e intensas. Cuando recibió la noticia, Patricio se puso contento, sus amigos, cuasi primos, eran divertidos, maleducados y, lo mejor de todo, como le iban a las Águilas, le traían posters autografiados por algún integrante del equipo, de la banca, pero jugador al fin.
La noticias de lo que serían las próximas vacaciones alejó de su mente el penoso tema del apodo y los pelos parados. Ya llegaría el día en que entendería las diferencias físicas entre hermanos. Era muy pronto para descifrar la gráfica de los genes, con fotos de padres con ojos verdes, madres con ojos cafés e hijos con ojos de uno y otro color. Ahora lo importante era prepararse para la llegada de los primos chilangos, como les decían sus hermanos mayores.
El día tan esperado llegó y los amigos también. En la puerta, Patricio esperaba que bajaran del coche. El primero en bajar fue el padre, un hombre de piel morena, tenía una mata de cabello oscuro y rebelde que apuntaba en todas direcciones; sus ojos eran oscuros, su nariz estaba algo achatada y su estatura llegaba al 1.68m. Uno a uno fueron bajando del coche sus cuatro hijos y la mamá. Mientas estiraban las piernas y los brazos, Patricio descubrió que en muchos días, ningún niño le había señalado su pelo rebelde, su piel morena, su nariz chata y su aspecto diferente. Se sentía feliz, aceptado, en familia. |
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