: | Abrí la ventana. Era una mañana gris. Las palmeras del vecino, que se asomaban por mi jardín, susurraban un canto triste y monótono. Esos días eran enloquecedores. Una angustia increíble me invadía. No se asomaba ni un rayo de sol y, según lo que decía el locutor de la radio, iba a seguir así toda la semana. Tal vez llovería. Por lo menos, eso sí me reconfortaba.
Después de vestirme fui hacia la cocina. Los platos sucios de la noche anterior continuaban allí. Busqué entre ellos una taza, la lavé y me preparé una tibia leche, ideal para un día como ése.
Hasta este punto llegaba todos los días. Después no sabía cómo iba a continuar. No porque me gustara la aventura y los nuevos desafíos. Hacía ya varios años que vivía en esa incertidumbre y no parecía que fuera a cambiar. Vivía sola, mantenida por mis padres, quienes suponían que había ido a la gran ciudad a estudiar algo relacionado con las ciencias económicas. Era mentira, pero yo no tenía remordimientos. Encerrada entre cuatro paredes, no tenía amigos, no tenía novio, no me interesaba nada ni nadie. Algunos días salía a tomar aire, daba vueltas por una placita cercana, compraba algo de comida y me volvía a encerrar en mi mundo. A veces iba sola a algún restaurante caro. Otras, salía de compras. Pero más allá no iba. Pasaba largas horas pensando en la nada, tirada en la cama o en el sillón de la sala de estar. Necesitaba llenar mi vida con algo. No sabía cuánto tiempo más podría aguantar con ese vacío. Lo único que me serenaba era que, desde hacía un tiempo, me había adecuado para que no sucedieran tragedias.
Y ese día gris, que parecía que nada extraordinario iba a suceder, un pequeño acontecimiento dio un giro en mi vida.
Luego de desayunar decidí, como de costumbre, pasear por los alrededores de mi casa, no sin antes adornarme un poco, con algunas pulseras y anillos. Así me veía más bonita. Cuando llegué a la placita, me senté en la fuente. Ese olor a agua bendita, particular de todas las fuentes, me reconfortaba.
Inmersa en mis pensamientos, de pronto vi algo que llamó mi atención. Estaba tan acostumbrada a esa monotonía que, por más pequeño que fuera el cambio, me sobresaltaba. Al lado de la zapatería habían abierto una nueva librería. Aunque el término "nuevo" era un decir, dado que sólo se vendían libros y revistas usados. Ese sitio me llevó a mis viejos tiempos de lectora. Así que, con nostalgia, me dirigí al lugar.
El corazón me latía muy fuerte, parecía que en cualquier momento iba a explotar. Las manos me temblaban y las piernas parecían hacerme flotar. Entré silenciosamente y, como había mucha gente, pasé prácticamente inadvertida, o por lo menos así me pareció. Empecé a recorrer el lugar. No era muy grande pero había tantas cosas que no sabía por dónde comenzar. Todo estaba dispuesto muy prolijamente. Los libros estaban acomodados por autor y por género. Ocupaban las estanterías del fondo, que eran las más voluminosas. En la parte delantera estaban las revistas, crucigramas y libros de colecciones. Todo debidamente ordenado. En el centro una gran mesa de ofertas llamaba la atención a todos los que entraban. Y, un poco más allá, en un rincón, detrás de una caja registradora, se encontraba el empleado del local. De no haber sido por mi capacidad observadora lo hubiera pasado completamente por alto. Era un muchacho de baja estatura y bastante joven, pero que por su vestimenta se confundía con las estanterías y con las pilas de libros y revistas. Daba por hecho de que, si le pasaba un plumero, hubiera salido polvo.
Sin dudarlo, me dirigí hacia el fondo. Había un sinfín de libros allí. ¿Cómo iba a elegir algo para leer? Otra vez mi corazón empezó a palpitar muy fuerte. Podía sentir cómo corría la sangre por mi cuerpo. Parecía que me ahogaba. Una fuerza sobrenatural me aprisionaba, me dejaba inmóvil, hasta que los ojos se me llenaron de lágrimas. ¿Qué estaba haciendo allí? Hacía años que venía evitando estas situaciones. ¿Por qué había salido de mi pequeño círculo? Respiré hondo. Pero, para desgracia mía, todo iba de mal en peor:
- Discúlpeme señorita, ¿puedo ayudarla en algo? – me di vuelta. Era el empleado del local. Dudé unos instantes:
- Estaba mirando, gracias – quería sacármelo de encima lo más rápido posible. Sin embargo no se movió. Seguía a mis espaldas. Parecía esta vez una antigua estatua.
- Si quiere le puedo recomendar algo, si no le molesta – como no respondí, prosiguió – En esta sección hay muchas obras magníficas – me señaló varias – pero si me lo permite, ésta es, según mi humilde criterio, la mejor. Una historia muy atrapante, con un toque de misterio y vocabulario sencillo para los que recién empiezan. No tan larga como para aburrir ni tan corta como para terminar la magia muy rápido.
Eso de "para los que recién empiezan" me pareció un insulto hacia mi persona ya que, en materia de literatura, yo no era una novata, aunque hacía tiempo que la tenía un poco abandonada. De todas maneras, tomé el libro con mis manos. Era un ejemplar de tapas duras y negras. Sus hojas ya estaban amarillas por el paso del tiempo. Lo miré bien y vi que en la tapa se leía, con letras doradas, el título de la obra, "La dama encantada". Me descolocó un poco porque no esperaba un nombre así para una novela supuestamente tan fantástica.
- Está bien, me lo llevo – le dije al empleado sonriendo, expresión que había olvidado hace mucho tiempo.
Cuando me dirigía a la caja me pareció ver que el joven se sonrojaba. Pero enseguida tratando de disimular, me dijo:
- Lléveselo como un regalo. Me había olvidado que es su primera compra. Es una política de la casa.
Esa política me asombró bastante, pero acepté sin bacilar. Había sido un día demasiado atípico como para terminarlo mal, así que solo respondí con un simple "gracias" y me marché.
Cuando llegué a mi casa abrí el libro. No llegué a contemplar ni una de sus páginas que encontré entre medio de ellas una tarjetita que decía "Santiago Soler", seguida de un número de teléfono y una dirección. Cerré el libro y lo arrojé con todas mis fuerzas. Terminó en el suelo de la habitación. No lo quería leer. No podía estar pasando otra vez lo mismo. Una furia incontrolable me consumía. Necesitaba gritar, destrozar, golpear. Así como había sonreído después de mucho tiempo, también sentía una furia que había olvidado. Yo comprendía que mi vida no era feliz, que la vida en general no es feliz. Pero me había acomodado para seguir en esa tristeza sin tragedias.
Respiré hondo y me preparé un baño de sales. Eso me hacía mejor. Desde la bañera podía pensar de otra manera. Ya no aguantaba más a esos hombres. Todos veían en mi belleza exterior, pero a nadie le importaba mi forma de ser. Yo ya no era una muñeca como lo solía ser de pequeña. Tenía que ser más astuta la próxima vez.
Cuando salí de la bañera, entré en la habitación. Miré mi celular. Mi padre me estaba llamando, todo indicaba que estaba molesto. Seguro era por la tarjeta de crédito. Decidí ignorarlo. No podía entender como un hombre tan rico se enojaba cuando su hija hacía alguna compra de más, sobre todo cuando se trataba de joyas.
Miré el reloj. Ya eran más de las diez de la noche. En qué momento había ocurrido eso, no podía saberlo. Todos los días de mi vida pasaban igual. Cerraba los ojos y cuando volvía a abrirlos habían pasado más de cinco horas.
Calenté una sopa que había en la heladera y me acosté. Antes de apagar el velador vi que unas letras doradas cerca de la puerta brillaban. "Después de todo, ¿por qué no?" me dije mirando el libro que hacía unas horas había rechazado. En mi interior había una fuerte pelea. Una parte de mi se negaba rotundamente a leerlo. Pero la otra, un poco más aventurera, me decía que lo intentara. Tomé la decisión de leer tan solo las primeras páginas. Después de todo ya lo había "comprado" y si no me gustaba podía tirarlo, sin ningún problema, a la basura.
Abrí la tapa. Mi frente comenzó a sudar. Salteé el prólogo. Me dirigí directamente hacia la página que decía "Capítulo Primero". Comencé a leer. Se trataba de una novela escrita en primera persona. Era la historia de un joven de unos veinticuatro años llamado Bernardo. Usaba anteojos y estudiaba algo llamado "letras". Decía que vivía en un barrio muy pobre, por lo que tenía que trabajar por las mañanas en una librería. Su padre había muerto cuando era muy pequeño y su madre estaba muy enferma. No tenía hermanos.
Cerré el libro. "Pobre muchacho" pensé. Su vida era mucho más de lo que podía soportar. Traté de ponerme en su lugar (lo que nunca hacía, porque no me interesaba). Pero el simple hecho de pasar por esa situación me daba dolor de cabeza y me revolvía el estómago. Quería llorar. Sin embargo, aunque su nombre fuera horrible, no entendiera qué estudiaba y vivía bajos condiciones inhumanas, había algo en él que indicaba que era feliz. Para mí era incomprensible.
Y tal vez por eso, para tratar de entenderlo o para aprender cómo llenar mi vacío más allá de toda tristeza, decidí seguir leyendo.
Bernardo estaba enamorado de una muchacha llamada Mía. Me sobresalté, ése era mi nombre. Mía tenía veintidós años. Era alta y sumamente hermosa. Tenía el cabello hasta la cintura que, muy lacio y muy negro, resaltaba con la blancura de su piel. Sus ojos verdes y su mirada penetrante captaban la atención de toda persona que reparara en su presencia. Su porte rígido y firme, sugerían que era de carácter muy fuerte y orgullosa, aunque en el fondo fuera simplemente una niña dócil. Esta descripción me hizo sonreír. No solo tenía mi nombre, sino también mi edad, mi color de pelo, mi personalidad. Lo tenía todo. Ésa era yo.
Busqué desesperada el nombre del autor. No podía tratarse de otra persona. Tenía que ser uno de esos hombres que caían a mis pies. No recordaba a ningún Bernardo pero era posible que hubiera cambiado su nombre. Di vuelta el libro, lo hojeé en todos los sentidos. No había el más mínimo rastro del autor. Sólo habían quedado algunos vestigios en la tapa, pero estaba borroso y no se distinguía. También habían arrancado las páginas que nombraban la editorial y el año.
Por unos momentos tuve miedo y lo escondí, pero luego, cuando me tranquilicé, me di cuenta de que el libro era muy antiguo y no podía haber sido escrito por alguien que me conociera. Era una mera casualidad.
Seguí leyendo hasta el segundo capítulo. Hasta ese momento se trataba de una historia más bien descriptiva que narrativa. Pero, por alguna razón, me fascinaba, me atrapaba, me hacía feliz.
Cerré el libro, continuaría al día siguiente. No quería apresurarme. Tanto encanto tenía que durar.
Por la mañana, cuando me dirigí hacia la cocina, encontré un papelito en el suelo, que desde lejos decía "Santiago Soler". Mi mirada a ese extraño muchacho, repentinamente, había cambiado. Tanto que un sentimiento de gratitud de invadió. Era la primera vez que quería agradecer por algo. Tenía que llamarlo, y así lo hice:
- Hola. ¿Se encuentra Santiago Soler? – pregunté ni bien contestaron a mi llamado.
- Sí, él habla. ¿Con quién tengo el gusto? ¿En qué puedo ayudarla? – por teléfono su voz, sonaba diferente, era dulce aunque un poco apagada.
- Me llamo Mía. No sé si me recordás. Soy la chica a quien le regalaste una novela ayer. Se llamaba "La dama encantada". Bueno, aunque pensándolo bien, no creo que me recuerdes. Había olvidado que era una política de la casa regalar libros. Bueno, solo quería agradecerte. Hasta luego.
- ¡Noo!¡Espere! Si la recuerdo. No corte el teléfono, por favor. – esa reacción me confundió un poco.
- La verdad es que la historia es muy atrapante, hacía mucho que no leía algo así. Sos muy bueno recomendando libros – yo no podía tratar de "usted" a un joven que a lo sumo tenía dos o tres años más que yo. No sabía por qué él lo hacía conmigo.
- Mu-muchas gracias señorita. Hoy no trabajo, pe-pero mañana salgo al mediodía, si gusta puede…
- Está bien – lo interrumpí – Te paso a buscar y vamos a comer algo.
- Bueno, pero no era mi intención…
- A las doce en punto estoy ahí – lo volví a interrumpir. Ya estaba tan acostumbrada a que los hombres me invitaran a salir que, a esa altura, lo hacía yo, con el objeto de evitarles un esfuerzo extra. Además, toda esa seducción sin sentido me aburría y prefería evitarla.
Ese día seguí leyendo. La novela tomó un curso increíble. Mía jamás se había fijado en Bernardo y de a poco, sin proponérselo, empezaba a reparar en él, quien cada día se enamoraba más y más. En esos momentos, cuando leía, me sentía como la Mía del libro. Cerraba mis ojos y lo tenía a Bernardo sentado en el sofá conmigo. Me abrazaba y me acariciaba el pelo. Me susurraba las cosas más bellas que una mujer puede escuchar. Era perfecto. Sólo desaparecía cuando cerraba el libro, por eso prefería leer los mismos capítulos una y otra vez. No quería que el libro terminara. Eso implicaría el fin de Bernardo.
Al día siguiente, me reuní con Santiago a almorzar:
- Bernardo es el ser más fabuloso que conocí – Santiago me escuchaba – Es el hombre ideal. Es tan dulce con Mía. Hizo mucho por conquistarla. Me gustó mucho la parte en la que le manda esos mensajes secretos. Ella jamás se imaginó que él… - y así, estuvimos todo el día hablando de mi historia, porque yo ya la consideraba propia, no sentía diferencias entre la Mía imaginaria y yo, la Mía real. Éramos la misma persona.
Esas charlas con Santiago se hicieron cada vez más frecuentes. Al principio lo llamaba a su casa, después, como ya conocía sus horarios de memoria, lo iba a buscar al trabajo directamente. Como él no replicaba, supuse que no tenía problema. Él no sabía nada de mi vida y yo no sabía nada sobre la suya. Nos limitábamos a hablar de esta historia de amor. Aunque en realidad era yo la que hablaba y él solo me escuchaba.
Así pasaron meses, yo ya no tenía la necesidad de abrir el libro para estar con Bernardo. Incluso jamás había terminado de leerlo. Ahora con solo cerrar los ojos ya lo tenía a mi lado. Jamás me dejaba sola. Y así, en corto tiempo, tomamos un avión a París, recorrimos Praga caminando y hasta hicimos el amor en una playa del Caribe. Era increíble. La tragedia y la tristeza habían desaparecido.
Un día desperté sobresaltada, una felicidad inmensa corría por mis venas. No podía creer lo que sentía. Tenía que contárselo a Santiago. Al lado mío dormía Bernardo, así que, para no despertarlo, salí desnuda y en puntas de pie hacia la sala de estar.
- ¡Hola!...¿Santiago?...¡Tengo que contarte algo!
- Mía, discúlpeme, pero son las tres de la mañana. Preferiría que no me llame a esta hora. Mi mamá está enferma y…
- ¡Estoy enamorada! ¡Estoy enamorada de Bernardo! Jamás me había pasado esto antes – lo interrumpí. Era una emoción demasiada fuerte para pasarla por alto.
Cuando terminé de hablar con Santiago, Bernardo entró en la sala de estar.
- ¿Qué estás haciendo a estas horas mi amor?
- Solo quería contarle algo muy importante a Santiago. Bernardo fue hasta donde yo me encontraba. Poniendo su frente sobre la mía y con tono provocativo, me dijo:
- ¿Y se puede saber qué es? – Lo abracé muy fuerte y le susurré al oído "te amo". Él me miró y me besó apasionadamente.
- Vamos a acostarnos que es muy tarde ya – me dijo y de la mano me llevó de vuelta a la cama.
Al día siguiente, a la hora de siempre, lo esperé a Santiago a la salida del trabajo, pero para mi sorpresa no estaba. Era extraño porque los jueves él jamás faltaba. Tal vez estaba enfermo. Un poco confundida, regresé a mi casa. Al menos iba a poder almorzar con Bernardo.
El viernes volví, otra vez Santiago no estaba. Continuaría enfermo. Pero los días que le siguieron al viernes tampoco había rastros de él. Probé llamar a su casa pero nadie contestaba. Hasta probé ir a su casa, pero me perdí en el camino. Bernardo decía que no me preocupara, tal vez estaba de viaje.
Por las dudas, yo iba todos los días a la librería, algún día tenía que aparecer, y así lo hizo. Después de casi un mes, pude almorzar con Santiago. Había algo raro en él. No era el mismo de siempre. No iba a tardar mucho en descubrirlo.
- Al final no pude contarte. Necesito hablarte sobre todo lo que siento por Bernardo – le dije, pero pude notar que, detrás de sus anteojos, sus ojos estaban llenos de lágrimas. Por primera vez en todo este tiempo le pregunté:
- ¿Qué te pasa? ¿Estás bien? – no sé que me impulsó a preguntarle esto, no me interesaba en absoluto, como no me interesaba más nadie que Bernardo.
- Falleció mi mamá hace quince días – me dio un poco de lástima, pero como no sabía qué decirle tarde en responder:
- Bueno, ya se te va a pasar. A todos nos pasan cosas malas en la vida…- pero no pude terminar mi frase. Esta vez fue Santiago quien me interrumpió:
- Te regalé mi vida y ¿así me pagás? ¿No te das cuenta quién soy en verdad? Cuando compré el libro se suponía que la mujer a la que se lo regalara se enamoraría de mí. No del personaje. Te amé desde el primer instante en el que te vi. Por eso siempre te traté con respeto, eras como una princesa para mí. La magia del libro no funcionó. De todas manera, tu Bernardo no existe – se paró y se fue del lugar.
En ese momento dos cosas me llamaron la atención. La primera fue la rareza de sus palabras. ¿Un libro mágico? Este muchacho no se sentía bien. Y la segunda fue que, por primera vez, me tuteó. Algo extraño sucedía. Pagué la cuenta y volví a casa.
Cuando estaba entrando en la cochera de mi casa, tres palabras empezaron a retumbar en mi cabeza "Bernardo no existe". Eso no podía ser. Una desilusión se adueñó de mí. Salí corriendo hacia la habitación y tomé el libro. Abrí la primera página y la miré detenidamente. Era el prólogo que yo había salteado y estaba escrito nada más ni nada menos que por Santiago Soler. Ahí lo comprendí. Bernardo en realidad era… ¿Santiago? No podía ser. Tenía que haber un error, alguna otra explicación. El libro era viejo y Santiago era un desconocido. No recordaba haberlo visto antes. ¿Él sí me conocía? Pero yo a Bernardo no lo podía imaginar así, como Santiago. Era un chico común y corriente. Para mí no tenía nada especial. Empecé a llorar. Tal vez le podía dar la oportunidad. Después de todo él fue quien me enseñó a amar, me mostró la verdadera felicidad, me destapó los ojos para que pudiera ver el corazón de una persona.
Me sentía confundida aunque ya todo estuviera claro. Ese libro mágico me había encantado. Hubiera deseado que Santiago se acercara a mi de otra manera, pero el daño ya estaba hecho. Lo maldije desde lo más profundo de mi alma. Me habían tendido una trampa. Mi Bernardo, el Bernardo que yo había conocido, el que yo había amado, estaba muerto.
Y hasta este punto llegué. Hace semanas que no salgo. Hace semanas que no me alimento. Al final todo es tristeza, amargura, tragedia. Sentir que amo a una persona, pero que no puedo estar con ella es la emoción más horrible que viví jamás. Debe ser uno de los peores sentimientos del ser humano, ya sea por muerte, amor no correspondido o por irrealidad.
No veo escapatorias. El sonido de las fuentes ya no me hace bien. Las bañeras ya no me relajan. El vacío ocupa toda mi vida.
Lloré a Bernardo muchos días con la esperanza de que volviera, pero no fue así. No puedo seguir. Cierro mis ojos y los abro lentamente. Las lágrimas me nublan la vista por lo que apenas distingo un objeto a lo lejos.
Es mi único consuelo.
Es un puñal. |
El cuento comienza con la palabra "Abrí".
ResponderBorrar