Cuento: |
Tuve un sueño...
Estaba presenciando un desfile, a medida que se aclaraban los vapores oníricos, pude vislumbrar que se trataba de las exequias de un Jefe de Estado, aunque no sabía ni podía saber de quién se trataba ni en qué país me encontraba...
Todo el protocolo en su máximo rigor: el desfile encabezado por el caballo blanco sin jinete, llevado por las riendas por un soldado de a pie, uniformado con las galas del ejército, en sus estribos unas botas colocadas en forma invertida, símbolo del jefe caído. Seguía el portador del pabellón patrio, el cadete con más altas notas de entre todas las Academias, y a continuación los cuatro portaestandartes, igualmente seleccionados por sus méritos en cada una de dichas instituciones. A continuación el féretro con los restos del difunto, montado sobre un armón de artillería como manda el Reglamento, tirado por un caballo negro, símbolo de la Parca que lo conduce a su última morada...
Súbitamente algo sucedió: al pasar frente a una iglesia, el caballo blanco se encabritó y comenzó a lanzar coces y mordiscos, se paró sobre las patas traseras y se sacudió la silla de montar, dejando caer las simbólicas botas y de su garganta brotó un sonido que pareció más un rugido felino que un relincho equino. De inmediato echó a correr hacia el público que se encontraba en la acera del lado derecho. El pobre soldadito de plomo corría tras el corcel, pero no podía alcanzarlo a causa de su mayor velocidad. Las personas del público también trataban de tomar sus riendas, pero el caballo blanco parecía burlarse de ellas. Los cadetes que portaban las banderas las tiraron al piso y se unieron en la persecución del corcel...
De pronto, un niño comenzó a reír, seguido inmediatamente por otro y por otro más. La risa se hizo contagiosa y en pocos minutos, todos los espectadores reían a mandíbula batiente. Cuando los de la otra acera se dieron cuenta de la situación, comenzaron a sentir arcadas, pero no eran tales. Era sólo risa contenida, que no se atrevían a soltar y les producía contracciones en el diafragma. De nuevo un niño tomó la iniciativa salvífica y comenzó a reír, a reír con una risa liberadora y contagiosa que rápidamente fue seguida por todos quienes la escuchaban, en una marea creciente que convirtió la avenida en una carcajada multitudinaria, la cual, al llegar a ser oída por la tropa formada que seguía al cortejo, invadió los espíritus de oficiales y soldados, más allá de sus mentes y de lo que veían sus ojos, y se unieron también al alegre coro risueño.
En corto tiempo comenzaron todos a abrazarse y darse saludos y felicitaciones de Año Nuevo. Gorras y sombreros volaban por los aires. De los abrazos se pasó al consumo etílico, con tal solidaridad, que quienes llevaban licor escondido bajo sus ropas comenzaron a compartirlo con los más cercanos. La Banda Marcial dejó de interpretar música mortuoria y, aunque no tenían las partituras correspondientes, tocando sólo de oído, comenzaron a seguir a un conocido cantante popular que había subido a la tarima de los músicos y ya interpretaba merengues de Juan Luis Guerra, comenzando por "Mami, el negro está rabioso, quiere pelear conmigo, decíselo a mi papa..." Como si de una invitación pública se tratara, comenzó el baile y, antes de pensarlo dos veces, hasta los obispos y el señor Cardenal habían tomado el talle de alguna mujer, no fuera a suceder que, por sus vestimentas talares, algún borrachín los confundiera con damiselas...
La celebración duró hasta el amanecer. Horas antes de la salida del sol, alguien se compadeció del muerto y llamó a una conocida agencia funeraria solicitando una carroza fúnebre para su traslado al cementerio. También, otro madrugador que vio a los caballos pastando en la grama de un parque cercano, llamó al Hipódromo pidiendo que vinieran a recogerlos.
La claridad matutina me despertó, afortunadamente pude recordarlo todo o casi todo.
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