Cuento: | A sus veinte años sólo en una ocasión se había enamorado. Su amor era en ese momento tan profundo, real y puro, que no fue correspondido; su amor daba miedo. Sin desalentarse y creyendo que más adelante en la vida podría amar de nuevo, se dio, como buen enamorado, a la tarea de suspirar lo menos una vez cada cuatro minutos.
Y fue tal la perfección de su melancolía que hizo de ella su vocación, así que en poco tiempo fue el mejor suspirante que jamás se haya conocido, suspiraba tan hondo y con tanta verdad que un día después de sufrir un ataque de recuerdos suspiró tanto y de tan buena manera que se atragantó al grado de creer que ahí terminaría su vida. Por supuesto no fue así, nadie se muere de amor -la niña de Guatemala es la excepción que confirma la regla-.
Fue entonces cuando decidió, para no atragantarse de nuevo, dejar en libertad completa a los besos no dados, tal vez ellos conocían el camino hasta el lugar en donde se encontrara su mal correspondida amada, y de nuevo tal vez, ella supiera que el aire que rozaba su cara no era viento y sí un beso a distancia.
Y sucedió un día, muy lejos de él como sucede siempre, que su amada capturó un suspiro al vuelo, lo gozó, lo disfrutó, se sintió amada y correspondió con mucho amor y sin pensarlo al dueño del suspiro, lo hizo tan enamorada que todo el mundo se dio cuenta que se entregaba a la persona equivocada, por su puesto eso no le importó, y mientras el enamoramiento le duró siguió eternamente amando.
Sobra decir aquí, que el dueño del suspiro no es el que inspira este escrito, y sí, un extraño ajeno a lo que nos concierne. Sobra también decir que ella terminó pronto, también como siempre sucede, ese enamoramiento. Se enamoró un sinnúmero de veces más y siguió su vida sin recordar jamás, en ningún momento a nuestro suspirante, por lo que, en venganza, a ella la dejaremos olvidada en esta parte de la historia.
Conocí al suspirante justo cuando él cumplía diez años de suspirar apasionadamente, era para ese entonces tan perfecta su melancolía que suspiraba hasta en las juntas de trabajo, lo hacía tan perfectamente, que nadie se daba cuenta.
Una noche que se había acumulado el trabajo, justo a las diez con once minutos, vi a través del vidrio que dividía nuestras oficinas cómo suspiraba, lo hizo muy enamorado, tal como siempre lo hacía y sin ninguna vergüenza, ya que creía que nadie lo miraba. En realidad nunca me hubiera llamado la atención, a no ser porque yo era su jefe y como buen jefe me gustaba estar al tanto del personal. Así que observé atentamente, vi como después de suspirar se desataba la corbata, desabotonaba la camisa, y ya con el torso semidesnudo tomaba una tachuela verde, de las que usábamos para señalar en el mapa las vialidades, con la otra mano atrapó a la mariposa multicolor que salió de su boca con el suspiro y que ya feliz revoloteaba enfrente de su cara. La colocó junto al lado derecho del ombligo y la clavó.
Al ver aquello de inmediato y a paso veloz me dirigí a su oficina, abrí sin tocar a la puerta, lo miré severamente, me miro desconcertado y me dijo: perdón, pero a esta hora, cada día de cada mes, desde hace diez años suspiro de la misma manera.
Le pregunté: ¿Y siempre tachonas en tu cuerpo a las mariposas que salen de tu boca? Sólo las que suspiro a esta hora -me respondió-, son las más bellas, antes las tachonaba todas, pero pronto me di cuenta que si seguía así no tendría en poco tiempo más piel en donde tachonarlas.
Muy bien -le dije- sólo espero que estos alargados suspiros no te quiten mucho el tiempo, me gustaría irme antes de las doce de la noche a casa con todo el trabajo terminado.
Y así fue, terminamos el trabajo y salimos en punto de la media noche.
A la semana siguiente el suspirante y yo coincidimos a la hora de comer en el mismo restaurante, nos sentamos juntos ya que no había más mesas disponibles. Ahí fue cuándo y dónde conocí de su propia voz su pasado y como comenzó su historia completa.
Me contó que las mariposas que tenía tachonadas en el pecho comenzaron a salir de su boca cuando comenzó a tener sueños de carne y hueso. Las puso ahí para que quien las viera supiera que eran reales y no sueños mal paridos por la soledad.
Las encajó ahí –según me dijo- con alfileres de mapa para que hasta los agnósticos creyeran que eran de verdad y no tatuajes de marino. Jamás pudo enamorarse de nuevo, así que a los dos años de que comenzaron a salir las mariposas de su boca busco sexo de paga, sin embargo, cada vez que se quitaba la playera las mariposas aleteaban con tal fuerza que hasta la dama mejor pagada salía huyendo, y no por miedo, más bien lo que las espantaba era el viento cruzado que tenía el poder de atraer la gripa y dejarlas lo menos cuatro o cinco días sin trabajo.
Así que por cuestiones de salud, la salud de las damas de paga, siempre se mantuvo virgen. Fue hasta ese día que me di cuenta de que tenía la melancolía tan bien puesta en el rostro que bien hubiera podido ser el modelo para cualquier pintor de ángeles, su cabello rubio ensortijado y su eterna tristeza así lo podían atestiguar.
Después de platicarme su historia y dejar que yo pagara la comida, lo cual me hizo dudar de su angelical procedencia, me dijo: Daría cualquier cosa por dejar de ser virgen, tal vez hasta dejar de amar a aquella mujer e incluso dejar de suspirar. Vaya pues –le dije- sí que has de estar en aprietos económicos, lo usual es que el subalterno le pague la comida al jefe, pero no hay problema, en otra ocasión te dejaré que lo hagas, lo demás lo ignoré por completo al menos en ese momento.
Íbamos en mi auto rumbo a la oficina cuando recordé que alguien en otros tiempos me había mencionado que en la calle de Dolores existía una tienda de chinos que vendía de todo, incluso el remedio para el mal de amores, que sin duda, era un excelente negocio, ya que fabricar frasquitos de olvido salían mucho más económico y se vendían mucho más caros que el mejor de los abanicos con figuras de dragones que importaban de la China misma.
Cambié de dirección y tomamos rumbo al Barrio Chino a la calle de Dolores, justo enfrente del callejón: "Un rincón cerca del cielo". Con tantas metáforas en la dirección de la tienda de chinos no me quedó ninguna duda de que ahí podrían ayudarlo, ya fuera con un amuleto, ya con algún brebaje.
Quítese la camisa, le dijo el Doctor Chino que nos atendió después de que hojeamos todas las revistas de la recepción y después de varias horas de espera.
Se la quitó. Las mariposas revolotearon muy fuertemente, volaron por el aire todos los papeles que había sobre el escritorio, al único que no despeinaron fue al doctor que aparte de tener el pelo muy lacio se lo había peinado con un gel que él mismo fabricaba en su tienda y que era a prueba de cualquier viento originado por mariposas.
El Doctor chino se puso sus gafas, miró atentamente y tan de cerca que las alas de una de las mariposas clavada en la tetilla izquierda le provocó un estornudo.
Después de limpiarse la nariz y con un tono de quien lo ha visto todo y por ello sabe todo de la vida dijo: -Este viento sólo espanta a las putas, les provoca gripa-. Sacó un cuadernillo de recetas y con pésima caligrafía escribió varios jeroglíficos en chino al tiempo que nos decía: La receta sólo la puede surtir en la entrada de esta tienda, en otras tiendas nadie entiende mi letra, son doscientos pesos de la consulta, el costo de la medicina lo paga en la caja. Al fondo, junto al patio, hay un cubículo que pueden usar media hora para administrar lo que en la receta está escrito-. (La interpretación de lo que dijo el chino es mía, ya que su acento y su pésimo español, aunque le daban cierto aire de profesionalismo, no lo comprendimos por completo, así que a lo mejor nos equivocamos en la dosis, tal vez. No lo sé.)
Pagamos y nos dieron un frasco verde, tan verde como los ojos del suspirante que no se había vuelto a poner la camisa y que jamás se volvió a poner.
Entramos a lo que el chino llamó cubículo y que no era otra cosa que un cuarto sin techo, algo así como el anexo del patio trasero.
El suspirante abrió el frasco y de un solo trago desesperado ingirió el contenido completo. Se abrazó a sí mismo con dolor o desesperación, apachurró a más de doce mariposas de su pecho que gimieron lastimosamente antes de dejar de aletear para siempre.
El suspirante en un rictus de dolor me dio la espalda y pude ver claramente cómo una mariposa negra como la noche aleteaba justo entre los omoplatos, aleteaba y crecía, crecía y aleteaba, crecía, crecía y crecía como recién salida del capullo, era tanto el viento que generaba y el polvo que se levantaba que ya no pude ver nunca más la cara del suspirante quien al dejar de abrazarse se dio media vuelta, y ahí, frente a mí, levanto un ágil y grácil vuelo esquivando los cables de energía eléctrica que cruzaban lo alto del patio.
Voló virgen sobre el negro cielo de la ciudad hasta perderse de vista.
Esa misma noche, mientras comía junto con mi esposa comida china en el sofá de la sala de mi casa, vi atentamente el noticiero sin comentarle nada a ella, quería saber si decían algo acerca de un joven que voló cerca de Bellas Artes, o de algún pasajero de algún avión que hubiera preferido tirarse antes que aterrizar en el aeropuerto. Nada, ni una noticia.
Al día siguiente fui al departamento de personal de la oficina para informar que mi equipo de trabajo se había desarticulado, que buscaran urgente un reemplazo ya que había mucho trabajo pendiente.
De esta historia aún tengo fresco el recuerdo, la camisa blanca de buena marca que perteneció a Tiago el suspirante y en el trabajo... a su reemplazo.
Due 25 julio 09 en una tarde de suspiros atrasados |
Y se muriò suspirando, nomàs...
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