Cuento: |
Supongo que todo comenzó aquel viernes por la tarde. Tras la colina se escondía el tímido sol, la noche reclamaba su lugar. Es solo bajo aquella nocturna oscuridad cuando los hombres comunes como yo, solemos cometer uno o quizá dos asesinatos.
Siempre fui un hombre muy discreto, uno de aquellos tipos que se difuminan con facilidad en la sociedad. Un trabajo común atendiendo la ferretería que tiempo atrás perteneció a mi padre, vestimenta casual; nada extravagante, solo un par de pantalones marrón, suéter de lana con pequeños rombos rojos, y abundante fijador de cabello para que todo se mantuviese en orden. Aquello era mi mejor cualidad. Perfección y como dije, el orden.
Amigos… nunca tuve muchos amigos, a decir verdad no recuerdo el nombre de ninguno. Mi confidente, compañera, amiga y probablemente la única mujer que amé fue mi madre. Cuando era niño, ella solía contarme cada noche una historia diferente; Dracula, Sleepy Hollow, It… es curioso, pero siempre considere que aquellos villanos de novela solían ser los más normales. Solo hacían aquello que su naturaleza les obligaba hacer, a su manera eran libres, aunque las historias se empecinaban en nombrarlos creaturas condenadas.
Mi madre, una mujer recatada y de alta moral religiosa solía decir: —Pon atención en las historias que te cuento, pues en ellas se demuestra el pecado de la humanidad. Solo dios tiene el poder de juzgar la maldad o la bondad, y no aquellos que se hacen llamar héroes y juegan a ser jueces. —Hoy que se cumple un año de la muerte de mi madre, recuerdo aquellas palabras. Yo no asesino porque sea malo, tampoco lo hago porque sea algo bueno; no me corresponde a mí juzgarlo, yo asesino porque es mi naturaleza.
Aquella tarde una pareja entro a la ferretería, ambos atractivos, esbeltos, sonrientes; con aquella facha de personas felices a las que nada les puede alterar. La joven cargaba entre los brazos a un pequeño niño, no mayor de un año.
—¿Les puedo ayudar en algo? —Pregunte con una atenta sonrisa.
—Solo buscamos un par de clavos y unos cuantos metros de alambre esmaltado.
Enseguida les entregaría lo que me pedían. Entre a la bodega lentamente, después de unos minutos llame al joven para que me ayudara a bajar el royo de alambre. Un joven muy atento pues no lo pensó dos veces antes de entrar a la bodega. Recorrió los pequeños pasillos buscándome (predecible como todas las personas). Camine sigilosamente en dirección a su espalda y con un rápido movimiento sujetando un trozo de alambre con ambas manos, lo pase sobre su cabeza y lo puse en aquella patética y eterna sonrisa. Con toda mi fuerza jale el alambre, la sangre brotaba de sus carismáticas comisuras, los dientes comenzaron a crujir. Sus ojos parecían estallar. Ho… que placer sentí en aquel momento. No tardo en perder el sentido, y yo no tarde en enrollar aquel alambre esmaltado alrededor de su cuello para que jamás despertara.
La mujer no tardo en llamar al joven con un grito. —¿Se encuentran bien…?! ¿Necesitan ayuda? —Le respondí que nos vendría bien una mano. Ella entro a la bodega (como dije, las personas son predecibles) al igual que su novio nos busco por entre los pasillos. Era el turno de los clavos; aquello sería más difícil. Tome dos largos clavos de concreto, pues nunca especificaron de cuales querían. Con uno en cada mano, me acerque una vez más a sus espaldas y con un solo movimiento, preciso, hermoso los incruste en sus sienes. La mujer dejo escapar un grito casi inaudible y cayó muerta. El pequeño niño cayó junto con ella, pero a él, a él no le haría nada, pues aquel niño es el motivo de lo que hoy cuento, aquel niño es la razón por la cual me convertí en padre. Perdonen que no les cuente los detalles de cómo logre deshacerme de los cuerpos, pero alguien llama a la puerta de la ferretería.
Arian A. R. Alegre
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Querés casarte conmigo?
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