Después de un corte de luz prolongado —unas ocho horas sin corriente eléctrica— el interior de mi heladera se convirtió en un lago estancado de agua tibia. Es entonces que decido limpiar los estantes sacando botellas, recipientes sellados con cosas que no recuerdo, algunas manzanas machucadas, más botellas y latas de conserva abiertas, restos de manteca y mermeladas y un sinfín de platitos, bandejas y sobres de condimentos dudosos. Tiro a la basura la carne y el pescado, la leche y el sobrante de la cena de la noche anterior. Saco todo un ejército de frascos y envases para ver qué sirve y qué no. Y aparece, escondido en un rincón, algo que tenía olvidado por completo. Algo que ella tenía como si fuera un santo grial y que comía con culpa por el horror a enfrentarse al espejo y darse cuenta de que había engordado.
Se me estruja el corazón. Me tiemblan las manos. Estaba absorto en una limpieza casi pueril que ese símbolo de tantas cosas pasadas me cae como un mazazo en pleno estómago. Me toma desprevenido. Pero ahí está. El envase plástico de dulce de leche que había olvidado que existía. No porque no lo reponía cada vez que se terminaba sin decírselo —y que ella comía a escondidas sin decírmelo en una especie de pacto desquiciado en que ella hacía lo que no debía y yo permitía que hiciera lo que no me importaba que haga— sino porque hacía mucho tiempo que no compraba un pote nuevo.
Lo saco y casi se me cae por el temblor. Nunca lloré y no me permito hacerlo ahora. Lo destapo con cierto temor que esté inservible. La tapa pegoteada se me cae de las manos. Está por la mitad, la otra mitad se fue con Andrea, allí, en donde quiera que esté.
Se me inunda la boca con un gusto amargo. Entonces decido comerme la mitad que queda, para anular esa amargura, en una especie de comunión con la verdadera propietaria de ese dulce que estuvo oculto tanto tiempo y que, paradójicamente, un apagón de luz lo sacó de la oscuridad.
Hundo el dedo índice en el dulce de leche y saco una hilacha gorda y pesada que me llevo a la boca. Tiene un gusto áspero y azucarado, quizás por el tiempo que estuvo en la heladera sin ser tocado. ¿Cuánto tiempo ya? Mucho. Mucho tiempo.
Me chupo el dedo con nostalgia mientras salgo al patio y mi mirada va más allá de la calle que se pierde en un horizonte nuboso, con algunos destellos de plata aquí y allá. Empieza a escurrirse por entre las ramas largas y plumosas del sauce llorón un perfume a tierra mojada. Luego vendrá el viento, húmedo y tibio, que me enmarañará el pelo.
Vuelvo a hundir, esta vez dos dedos, y la recompensa es mayor. Me lleno la boca con ese áspero dulzor que me escuece los ojos. Quiero echarle la culpa al viento, pero el viento aún no ha llegado. Todavía persiste el olor a tierra mojada, aunque mis pies estén pisando una ceniza tan fina y seca que parece harina de maíz.
Al fin el viento llega. Un aliento caliente y sazonado con un polvillo fino y aroma a electricidad. Suelto una risa para protegerme, para desafiar la melancolía, para quebrantar el desasosiego, para calmar la pérdida. El viento mueve los troncos de los sauces balanceándolos peligrosamente. Pronto caerán las primeras gotas. Gordas y grandes. Como el dulce de leche que caía a escondidas en su sensual boca nocturna. Como las saladas lágrimas en mis ojos que están cayendo a escondidas, aunque no quiera.
Y es entonces que escucho un susurro en el viento. Es algo indefinido. Cierro los ojos para concentrarme mejor en ese murmullo e imagino las ramas finas y verdes del sauce entremezclándose con los mechones oscuros de sus cabellos. Quiero abrirlos, pero sé que si lo hago, la ilusión va a desaparecer.
El viento ahora parece corporizarse. Tiene manos, dedos y brazos que se deslizan abriendo mi camisa y desordenándome el pelo, provocándome escalofríos.
"No los abras", me dice la voz del viento.
"Por fin me citaste", vibra una súplica que parece venir de entre las hojas de los sauces que actúan como cuerdas vocales.
El viento ahora es más violento. Siento un tirón y el pote de dulce de leche es arrancado de mis manos. Me golpea. El viento me golpea con ráfagas que me traen un perfume conocido. Mantengo los ojos cerrados, haciéndole caso a esa voz que me habla y a esas manos que me tocan.
Hasta que, luego de unos eternos minutos en que el roce de su vestido se confunde con el viento atiborrado de tierra seca, todo se sumerge en el silencio. Abro los ojos y miro alrededor. Veo todo azulado, como si fuera una fotografía dejada al sol durante meses.
Busco el pote y no lo encuentro. Es raro e increíble. Hasta que la búsqueda se interrumpe por una lluvia torrencial, que cae como si alguien hubiera tajeado el vientre preñado de agua de una nube gigantesca.
Entro a la casa corriendo, sin dejar de buscar con la mirada afiebrada algo tan ordinario como lo es un pote de plástico y que para mí se convierte en una incógnita. Pero desisto. No está en ningún lado.
No sé por qué pienso en ir al almacén, una vez que pare la tormenta, a comprar algo que está faltando.
A ambos.
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Aguante el dulce de leche!
ResponderBorrarJajajaja!