: EL NEGRO PONCE



Nombre*:MIGUEL F. ROMERO
Género*:Suspenso
Título*:EL NEGRO PONCE
Cuento:EL NEGRO PONCE Relato
Autor: Miguel F. Romero 17/10/2013.
© Derechos reservados del texto
Lunes 25 de agosto de 1969. Tucumán Argentina.
Caminaba como si estará apurado, casi cojeando, por unos de los frondosos senderos del fresco parque, tapizados de hojarasca seca y aromática de los enormes eucaliptos, en dirección a la calle trasera, que lo separaba del viejo cementerio, el Cementerio del Oeste.
Una suave brisa caliente, extraña para la época del año, jugaba con las hojas que cubrían por completo los senderos del parque.
Su pierna algo defectuosa, como consecuencia de un fuerte golpe producto de la caída de un tren en marcha, casi golpea con un tronco podrido, cubierto de hongos de colores que parecían orejas sordas, que atravesaba el sendero.
El "Negro" Ponce buscó un banco apartado en un rincón sombreado, sobre la calle, lejos de miradas indiscretas, y se sentó. Estaba cansado, un poco asustado, y se mostraba cauteloso. Extrajo de un raído bolso, con unas miserables prendas que eran todas sus pertenencias, una botella de vino tinto envuelta en un diario, para que se notara menos, y se tomó toda la media botella que le quedaba de una sola vez. Pero para él, alcohólico empedernido, eso alcanzaba apenas como para mojarse los labios.
Respiró profundamente. El aroma salvaje de los eucaliptos que lo rodeaban, le entró por las narices, hasta el alma, quemándole la garganta.
Era un hombre joven, de tez morena, con un cuerpo delgado, fibroso y muy fuerte, producto de ocasionales trabajos de carga y descarga de camiones con verdura que se comercializaban en el Mercado Central, tan viejo como el mismo Cementerio que tenía al frente.
Tenía el cabello corto y ensortijado, grasiento y siempre sucio.

El color de su piel era oscuro, de ahí venia el mote de Negro Ponce, y vestía miserablemente. Se afeitaba cuando podía, y sus ojos negros, miraban como a todo o a ninguna parte. Su aspecto general, impresionaba.
Nadie conocía su verdadero nombre y no tenía un lugar fijo de residencia. A veces desaparecía por meses. Cuando regresaba, compartía con otros borrachines como él, una miserable vivienda precaria, asentada en un baldío muy cercano a la vivienda dónde, en esos momentos, el hombre velaba los restos de Rafael G. Romero, su padre, que apareció muerto misteriosamente, la mañana del día anterior.
Estaba muy nervioso, nunca había llegado tan lejos con sus delitos de poca monta, pero éste había sido el primero por su audacia, casi demasiado, aún para un hombre como él, sin escrúpulos. Había cumplido con el encargo y esperaba su recompensa.
Desde el banco donde estaba sentado, podía observar las cúpulas más grandes que sobresalían por sobre los muros del Cementerio, con sus cruces ornamentadas, custodiadas por incorpóreas figuras de mármol en los más grandes y lujosos. Se asomaban lúgubres y presuntuosas, compitiendo con sus vecinas por encima de la pared adornada con tejas coloniales del alto muro del Cementerio.
Por la calle semidestruida que separaba el parque del Cementerio, sombreada y oscura, solitaria en ese atardecer de día domingo veinticinco de agosto de mil novecientos sesenta y nueve, caliente en pleno invierno, llena de pozos y abandonada hasta por las almas en pena, avanzaba una camioneta verde claro, lentamente, buscando al negro Ponce. Cuando lo vio, el que conducía conocía al negro Ponce, se acercó a la vereda y casi sin detenerse, sacó un brazo por la ventanilla, le arrojó un sobre marrón y reanudó su marcha presurosamente.
En su rápida huida, por las dudas, hacía volar las hojas secas de los eucaliptos que casi cubrían toda la calle. El tímido sol atravesaba con hilos luminosos las ramas de los altos árboles, clavándose en los muros pintados de blanco del Cementerio, como filosas navajas que presagiaban muertes.
Se sorprendió por la maniobra de la camioneta, pero rápidamente el negro Ponce reaccionó y recogió el sobre.
Se tranquilizó un poco, encendió un horrible cigarrillo armado a mano, miró para todos lados, y lo abrió. Contenía una suma de dinero y una nota escrita a máquina sobre un papel amarillento y arrugado.
Volvió a ponerse nervioso. La recompensa era la esperada, pero maldiciéndose, no podía leer la nota, era analfabeto. Era imposible comunicarse con su empleador, al que no conocía, y menos con quién lo contactó y le pagó.
Era quimérico saber lo que decía la nota, y no tenía intenciones de buscar quien se la lea. Pensó rápidamente y tomó una decisión.
Destruyó la nota y el sobre, lo arrojo detrás de unos arbustos, y guardó el dinero.
Caminó hasta la más próxima parada de colectivos, subió en uno de ellos que lo llevó directo a la terminal de colectivos de la ciudad, compró un pasaje hacia Buenos Aires, la capital del país, y partió, con la intención de no regresar jamás.
El negro Ponce nunca supo que la nota decía precisamente lo que hizo, irse lejos y no regresar nunca.
Pero estaba equivocado, volvería y el destino se encargaría de hacérselo saber, trágicamente.
A esa misma hora un cortejo fúnebre depositaba en el Cementerio de frente del parque, el hombre depositaba el féretro de su padre, un hombre de cincuenta y siete años, que apareció en la noche del casamiento de su hijo menor, misteriosamente muerto y ahogado dentro de un tacho con agua, en su fábrica de carrocerías.
El hombre encendió un cigarrillo, de tabaco negro y fuerte, en estas últimas horas podría decirse que casi encendía uno con la colilla del otro, lo aspiró profundamente y dejó que una extraña y reconfortante brisa fresca que se escurría por el largo pasillo de los nichos, calmara su ansiedad.
Recibió los innumerables saludos de sus amigos y parientes y envió a su mujer a la casa y esperó a quedarse solo. En la quietud de ese momento, rodeado de un silencio que podía oírse, comenzó a recordar las últimas horas, al principio de una manera desordenada y luego, más calmo, ordenó sus ideas. Recién entonces, consideró que había cumplido con el intransmisible deber de un hijo.
Había sepultado a su padre.
Sintió el peso de un enorme bagaje de recuerdos que se agolpaban por salir, unos a otros, algunos perdidos en la noche de los tiempos y otros, que venían de muy lejos, por transmisión oral del grande hombre que terminaba de inhumar.
Había algunas frases, no muy lejos en el tiempo, que su padre le había dicho, y que en ese momento cobraron lucidez y realidad sobre cosas que ocurrieron antes de su muerte. Se sentó en el pasillo central del Cementerio en un banco de madera, y encendió otro cigarrillo. Y allí se quedó, buscando calmar su alma y reflexionando sobre los terribles acontecimientos de las últimas horas.
Lo que más lo apenaba era haber tenido que buscar a su hermano recién casado y sacarlo del hotel de su primera noche de bodas para decirle que su padre había muerto.
El sonido de las pesadas ruedas de un viejo carretón que pasaba frente suyo, cargado con desechos, trajo al hombre de vuelta a la cruda realidad.
Se levantó, caminó hacia la fila de los nichos, pidió prestada una escalera a unos empleados, acomodó los floreros con las flores que había comprado esa tarde, y los fijó en la blanca loza que tapaba el nicho, todavía anónimo. Con un pedazo de ladrillo escribió sobre la tapa de cemento pintada de blanco, lo mejor que pudo,"R. G. Romero 1912- 1969".
Devolvió la escalera, y comenzó a caminar buscando la salida.
Pensó en lo que estarían haciendo sus hermanos, en Buenos Aires, en esos momentos.
Encendió lentamente otro cigarrillo, y se fue.
Cuando salió del Cementerio, un viento desagradable y caliente le golpeó la cara. La tierra flotaba en el aire como una niebla sucia y humeante y se sosegaba en los enormes charcos sucios bajo los puestos de las floristas. Todo se mezclaba en sus sentidos, el olor Cementerio y el perfume a flores frescas, y las voces de las mujeres que se las ofrecían. Se dirigió a la camioneta que le prestaron en su trabajo, la puso en marcha, y comenzó a retornar al centro de la ciudad.
Se tocó la cara, tenía una barba de tres días, necesitaba urgente higienizarse y se dirigió de vuelta a la casa de su suegro, donde vivía con su mujer y su pequeño hijo, de apenas un mes de vida.
Manejaba casi automáticamente, tenía su cabeza ocupada en infinidad de cosas, que pasaban por delante de sus ojos como una película en blanco y negro.-
Pero algo de eso que sentía dentro de su cabeza, tenía tanta fuerza, que un extraño sentimiento le ordenaba dirigirse a su casa paterna, donde se velaron los restos de su padre.
A pesar de la ventosa y calurosa tarde de invierno, un frío recorrió todo su cuerpo, y sintió una profunda angustia, como si una ausencia, o tal vez una presencia desconocida, lo acompañara.
Inmediatamente giró su cabeza, pero estaba solo.
El hombre tenía veintidós años, era muy joven.
Temperamental, desconfiado, impulsivo, intuitivo. En un corto tiempo, la vida se encargó de endurecerlo demasiado.
Pare él y sus hermanos la bella etapa de la adolescencia no existió, se murió antes de nacer. Pero especialmente para él, fue realmente dura.
Nunca sintió miedo alguno a lo desconocido. Sentía como si algo fuerte, por encima de su entendimiento, estuviera observando y vigilando.
Llegó a la casa, que había quedado sola y totalmente cerrada los últimos días, estacionó y entró por una puerta trasera.
La sala de estar, el lugar más amplio de la casa, tenía hacia el frente un amplio ventanal metálico que había fabricado su padre.
No tenía cortinas, jamás las tuvo, su madre nunca se ocupó de hacer de la casa un lugar agradable. Por las pequeñas hendijas entreabiertas se filtraban infinidad de rayos tenues y lánguidos del sol en el atardecer, que se hacían más visibles por el polvo en suspensión.
La sala estaba totalmente vacía.
Allí, se habían velado los restos de su padre.
Se habían retirado los muebles, sólo estaban las sillas, propias y prestadas, que rodeaban, recostadas en la pared, todo el lugar.
El silencio era total, casi era posible sentirlo en la piel, en la penumbra que amortajaba el tiempo y el espacio.
Se puso en movimiento. Rápidamente recogió toda la ropa de su padre, revisó todos los bolsillos, la puso en cajas de cartón, siguió luego por toda la casa buscando y guardando todo papel, libretas, libros y apuntes sueltos que encontraba y que de muchos, desconocía su existencia.
Bajo una escalera, que conducía a la planta alta, un rincón de la casa que para lo único que sirvió alguna vez fue para cucha de un perro y depósito de cosas inservibles, encontró, al fondo del lugar, tapado con trapos, una caja metálica, que había fabricado artesanalmente su padre para guardar los utensilios de cocina que su madre sólo utilizó un tiempo, porque era "difícil de limpiar" decía, hasta que la escondió en ese lugar.
Con algún esfuerzo, la abrió.
Contenía numerosas cartas, escritas por algunas personas desconocidas, ninguna escrita por su padre. El hombre conocía demasiado bien la letra de él, tenía una hermosa caligrafía.
Muchas eran anónimas, sucias, insultantes, otras tenían la letra indudable de su madre, y otras de importancia que había recibido su padre alguna vez, firmadas y consignadas. Además, había algunos extraños libros y folletines de color gris, que pertenecían a una secta masónica, lo que le era totalmente desconocido para el hombre. Y esto le llamó poderosamente la atención. Su padre, nunca le había mencionado o comentado sobre los misteriosos libros, sabiendo que le gustaba mucho la lectura.
Pensó que tal vez su muerte le había impedido hacerlo.
Guardó la caja con los papeles, presa de la ignorancia y de horribles vaticinios.
Buscó herramientas, clavos y algunas maderas en el taller que su padre poseía detrás de la casa, entró nuevamente y comenzó a clavar y asegurar todas las puertas.
Lo hacía con rabia y dolor, pensando en el contenido de la caja con las cartas, y en lo infeliz que fue su padre por muchos años.
Siendo él adolescente, recordaba que presenciaba todas las noches el dolor de su padre traicionado, que en un instante de su vida, pasó de ser un hombre próspero y empresario, a un pobre hombre embargado por la pena.
Su esposa, lo había abandonado, pero su padre siguió amándola siempre, con desesperación y dolor, seguramente, hasta su muerte.
Recordó una frase de él, "la felicidad es la costumbre de vivir con la esperanza incierta", que se la supo repetir en algunas dolorosas oportunidades.
Ahogado en la rabia y la traición, abandonó su trabajo y su empresa, y comenzó a vender muchas de sus maquinarias y herramientas de trabajo.
Comenzó a beber, hasta hacerlo en forma incontenible, tratando de ahogar en ese maldito vicio, las penas que jamás lo abandonaron, hasta su muerte.
Un drama terrible para el hombre, que en ese entonces comenzaba su adolescencia, con dolorosos secretos que él mismo conocía de su madre y nunca comentados a su padre, llenándolo de rencores y sed de vengar su desconsuelo, a veces incontenibles para un muchacho de 14 años.
Y, solitariamente, comenzó a llorar, con rabia contenida, con deseos de desagraviar, de reparar el daño sufrido por ése grande hombre que le regaló la vida, y que la muerte se lo arrebató sin darle tiempo a devolverle algo de lo que había recibido.
Un rato después, se calmó, terminó el trabajo, cargó todo en la camioneta, entregó las sillas prestadas por sus vecinos, y cerró y aseguró una puerta lateral, por donde salió a la calle.
Y se fue de la casa, para regresar mucho tiempo después.
Se encaminó a una villa de indigentes que se encontraba cerca de la casa, a unas cuadras. Era un miserable y pobre asentamiento, donde repartió toda la ropa del difunto, que sus habitantes la recibían contentos y alegres. Sumidos en su pobreza marginal, no tomaban en cuenta, y tampoco tenían porqué importarles, los sentimientos que se reflejaban con nitidez en el rostro de ese hombre, parado allí, arriba de la camioneta.
Sólo una vieja mujer, toda arrugada, con el cabello muy blanco, abundante y muy largo, que no había pedido nada, se acercó y le dijo, "Mi hijo? esto era de su Tata"? El hombre la miró sorprendido y le dijo, "Si abuela, eran de mi papá". La extraña mujer, con una expresión imposible de definir le dijo con voz baja pero firme," El te guiará, hombre, camina por su rastro". Estupefacto, contestó "¿Quién, abuela, quién?", "Ya lo sabes hijo", contestó la anciana, mientras se mezclaba con la gente y desaparecía entre la suciedad y la miseria, mientras el sol, ya distante, al final de la tarde, se derrumbaba, impávido, en el horizonte.
Terminado esto, el hombre se fue a su casa, guardó la caja con los papeles, se recostó por un rato, pero se durmió profundamente.
Unos días después, regresó de Buenos aires, de la localidad donde residía su hermana, Germán, su hermano, recién casado.
En esos días de ausencia de su hermano, en soledad, había tenido tiempo para leer todas las cartas enviadas a su padre, todas anónimas, por supuesto.
Asqueado por su contenido, mientras las leía, sentía que se le quemaban las entrañas.
Separó unas pocas cosas y con odio y rabia contenida de varios años, quemó todas las cartas y el resto de toda esa basura, escrita por mal nacidos, para enterarlo a su padre de la traición de su mujer y su desgracia, con palabras obscenas y sucios comentarios.
El resto, especialmente los libros grises de la secta masónica, por considerarlo importante, los guardó convenientemente.

Ciudad de Buenos Aires, Argentina, 19 de agosto de 1970
Estaba cómodamente sentado. Era un buen restaurante de la calle Corrientes, a dos cuadras del centro de la ciudad de Buenos Aires. Había elegido una mesa apartada, casi al fondo del local, como lo hacía siempre.
El negro Ponce, ya no era el mismo analfabeto que un año atrás tomó de apuro un colectivo en la terminal de buses de Tucumán y partió con rumbo desconocido, después de iniciarse en el oficio de asesino, que lo marcaría para toda su vida, matando por encargo (sin saberlo) a un venerable miembro de una Logia Masónica.
Ahora era Ponce, "el africano", llamado así por sus características físicas, el color de la piel y el pelo ensortijado, además por la habilidad que tenía en el manejo de las dagas de doble filo. Era un hombre delgado pero muy fuerte, endurecido por las necesidades insatisfechas y la vida. Le faltaba casi la mitad de su oreja izquierda, que se la arrancó de un mordisco otro delincuente como él, en una pelea a muerte.
"El africano", así lo bautizó un conocido hampón de la Capital, a quien conoció fortuitamente en ese apresurado viaje, y quién lo introdujo en la mafia porteña, en el puerto de Buenos Aires, era ahora, un delincuente muy peligroso.
Allí realizaba, por encargo de los hampones de la ciudad, todo tipo de trabajos sucios y peligrosos
Le estaba yendo bien, cada vez le encargaban trabajos más riesgosos, pero él cumplía, y bien. Ganaba buen dinero, a veces manchado con sangre, pero eso a él no le importaba. En el hampa era reconocido como confiable, sanguinario y cumplidor.
Había comprado una pequeña casa en los suburbios de la gran ciudad, donde vivía solo. Vestía sobriamente, tratando siempre de pasar desapercibido y se arreglaba con pulcritud. Había aprendido a leer y escribir casi a la fuerza, cuando un mafioso le hizo un encargo.
Le dio una hoja arrancada de la guía de teléfonos y le dijo, "el que está señalado con el punto rojo, en una semana te paga o lo matas." Y tuvo que aprender, o hubiera aparecido al poco tiempo como un frío cadáver en algún basural, con un alambre en el cuello o un balazo en la nuca.
Su aspecto físico había mejorado, era más robusto, comía todos los días y bien.
Conservaba intactos sus malos instintos, y la agilidad y la fuerza que le eran características.
Rato después, entró al restaurante un hombre joven, gordo y de anteojos. Se arrimó a la barra y disimuladamente, mientras se tomaba una cerveza, lo localizó. Pagó, se fue directo a la mesa del "Africano", y se sentó, mirando con precaución a todos lados.
Sin mediar palabra alguna y sin mirarlo directamente, temeroso, le dejó un voluminoso periódico doblado prolijamente y sujeto con una gomilla sobre la mesa, luego se levantó y se fue.
Ponce se sirvió otra copa de una jarra con un horrible vino tinto, mientras miraba al gordo alejarse como un alma que había visto al diablo Sonrió ligeramente y sin apuro tomó el periódico y lo abrió. Se sentía orgulloso que los "perros más chicos" le tuvieran miedo.
Dentro del diario, estaba un sobre con bastante dinero y las instrucciones de su próximo "trabajo". Terminó el vino, sagrada tarea para él, pagó la cuenta, guardó el sobre entre sus ropas, recogió el periódico y se marchó.
En otro punto de la misma ciudad, en ese mismo momento, en una habitación del tercer y último piso de un hotel barato y de mala muerte, en la zona de la Estación Retiro, sentado sobre la cama, frente a la única ventana que daba hacia los fondos, estaba un hombre.
Hacía poco tiempo que había llegado de Cuba, en un barco de carga y trabajando en la bodega, y esperaba pacientemente a su desconocido visitante. Tampoco le interesaba conocerlo.
Se llamaba Pascual Umberto Insúa. Había nacido en Guanabacoa, pequeño pueblo a siete kilómetros de la Habana, en una modesta casa, en una callejuela cubierta de restos de crustáceos y caracoles, que colindaba con la parte trasera de la Iglesia de Santo Domingo.
Éste era un hermoso y bello edificio construido en piedra a finales del Siglo XV, al estilo del artesonado mudéjar Era hijo único de padre y madre pescadores, que para no dejarlo solo cuando navegaban, lo llevaban y lo dejaban al cuidado de los frailes de la Iglesia. Pronto los religiosos se encariñaron con él.
Ellos le enseñaron a leer la Biblia en profundidad desde chico, especialmente el bibliotecario de la Iglesia, el padre Simón, un fraile joven, callado y misterioso pero muy instruido en teología.
El fraile Simón era un extraño y único personaje. En la iglesia no respondía a ningún superior de la Orden.
Vivía casi recluido en una torre lateral, rodeado de sus libros. Actuaba y decidía sin el consentimiento de nadie. Se comentaba entre sus pares que poseía importantes contactos en el Vaticano. Recibía de Roma variada y frecuente correspondencia directamente del Secretario de los Cardenales de las Congregaciones Vaticanas.
Con el fraile Simón, Pascual aprendió a interpretar los textos bíblicos y sus axiomas, conocimientos desconocidos para el católico común. Por sus conocimientos y dedicación, durante muchos años, fue el monaguillo de las misas principales, para orgullo de sus padres.
Pascual, "Ume", como lo llamaba el cura Simón, pasaba largas horas con él, en conversaciones privadas e intensas.
El fraile Simón también le transmitió y le enseñó las milenarias técnicas de relajación profunda, practicadas por un selecto grupo de franciscanos, en las húmedas y secretas catacumbas de las Congregaciones Vaticanas.
Aún joven, se había transformado en un fanático religioso, con ideas verticalistas y muy conservadoras, con su mente perfectamente adoctrinada por el fraile Simón.
A la muerte de sus padres, que se hundieron con su pequeño barco en medio de un terrible huracán," Ume" casi se vuelve loco.
Simón lo recogió y lo llevó a vivir en la Iglesia. Se volvió callado y taciturno. En su juventud, ya se flagelaba su cuerpo como una forma de castigarse y ofrendarse a su único Dios, El Salvador de Almas, como él lo nombraba, y para quien él decía, estaba a su servicio, mientras pasaba muchas horas dedicado a la lectura o en profunda meditación.
Casi todos los días de la semana, se levantaba a la madruga y corría los siete kilómetros del camino que separaban la Iglesia del mar, nadaba otro kilómetro hasta el faro y regresaba de la misma manera hasta la Iglesia, hiciera calor o frio, con lluvia o sol, le daba igual. Su cuerpo se había convertido inmune a las inclemencias del tiempo.
Cumplidos sus veintitrés años, Ume, a pedido del fraile Simón, se ausentaba de la Iglesia y realizaba misteriosos y largos viajes. A veces tardaba semanas en regresar. El propósito y el resultado de ellos, sólo se los comunicaba a Simón.
Y ahora, "Ume" estaba ahí, inmóvil, con la vista fija en la nada, en esa pieza húmeda y fría, en el último piso de un hotelucho, en la ciudad de Buenos Aires.
Reinaba el silencio, sólo apenas se percibía el sonido de la tranquila y acompasada respiración de Ume, sentado en la posición del Loto, cruzando una pierna sobre la otra
Un especie de cinturón de grueso cuero que tenía adosadas una corona de tachas de bronce, estaba firmemente ajustado en su muslo derecho, más arriba de la rodilla. Por la posición de sus piernas las puntas se incrustaban en su carne, desde donde se deslizaban pequeños hilos de sangre, que se coagulaban al instante. Su rostro permanecía impasible y sereno, con los ojos abiertos y tranquilos. Sólo se notaba un ligero temblor en su pierna flagelada.
Sostenía entre sus manos un Rosario de pequeños caracoles como cuentas, que terminaba en una gruesa cruz de plata, con una rosa de nácar rojo encajada en su centro, regalo de Simón. El imperceptible movimiento de sus labios revelaba que oraba en silencio. Su estado de conciencia había sobrepasado fácilmente el nivel Alfa, sus pulsaciones se redujeron al mínimo, y su mente gobernaba el cuerpo, dirigiéndolo pausadamente y en total control, al nivel Beta.
Era de contextura mediana, más bien baja y delgada. Pero debajo de su humilde ropaje, latía un cuerpo fuerte y músculos de acero. Era como el mimbre, podía doblarse, pero nunca romperse. El continuo ayuno y la meditación le proporcionaron una férrea voluntad, capaz de soportar el dolor más extremo, sin siquiera una mueca en su cara.
Su rostro expresaba bondad y una timidez que lo hacía simpático a los ojos de la gente. Cuando salía de viaje, usaba unos falsos y gruesos anteojos a pesar que veía perfectamente, lo que completaba el cuadro de "un hombre bueno", pensaban los que se cruzaban con él.
Y a pesar de sus profundas convicciones, a su manera, realmente lo era.
Sólo su fanatismo lo perdía.
Fiel a su doctrina, "Ume" estaba convencido que su lucha era por causas justas y nobles.
Estuvo largo rato sentado en la misma posición, sin moverse, con todos sus sentidos en alerta, en relajación profunda.
La tarde avanzaba hacia el ocaso y la penumbra de la noche inminente, comenzaba a filtrarse en la habitación, junto con una helada brisa, abriéndose paso con esfuerzo por la vetusta ventana, que permanecía abierta. Pero a Ume, el frio parecía no molestarle en lo más mínimo.
Las luces de la ciudad comenzaban a encenderse, y la fría brisa marina se arremolinaba sobre la fría oscuridad de la noche de invierno. Se escucharon siete suaves golpes alternos en la puerta. Ume reaccionó de inmediato, como un felino que salta sobre su presa, se tensó su cuerpo y en silencio, se levantó rápidamente. "Siete golpes" susurró "uno más que el Oscuro", y se quedó en una posición estatuaria y atenta.
Un sobre grande, de papel madera, se deslizaba sin prisa por debajo de la puerta. Luego percibió unos furtivos pasos que se alejaban, y recién entonces se movió hacia la puerta y lo recogió.
Se sentó en una pequeña mesa cubierta por un raído mantel de plástico a cuadros, lo abrió y vació su contenido. Había una nota mecanografiada sin firma, sólo con instrucciones, una suma de dinero, y una llave de un cofre alquilado en el Correo Central.
Rato después, le sonrió amablemente al portero cuando salía del hotel.
Se dirigió directamente al Correo Central, buscó el cofre con el número de su llave y retiró un fuerte bolso de cuero negro. El bolso contenía varios artículos, todos los necesarios para su misión y un gran sobre color rosa pálido, lacrado y sellado con el anillo de su mentor, el cura Simón, donde se notaba claramente la estrella de nueve puntas, y el águila bicéfala en el medio, sello indiscutido del Grado XXXIII del Caballero Kadosch de la Logia Masónica Rosacruz.
Comió frugalmente en un bar al paso, compró caramelos de menta, y se fue caminando tranquilamente de vuelta a su hotel. Sólo se le notaba una leve cojera de su pierna derecha.
Esa misma noche , muy tarde, sentado en la parte trasera del colectivo, al Negro Ponce se le movía hasta el poco cerebro que tenía por el fuerte traqueteo sobre la calle adoquinada, en medio del caos del tránsito desordenado de la Capital, hasta que el colectivo cruzó Avenida General Paz y entró a la Provincia de Buenos Aires. Siguió circulando sobre la Ruta Tres, ya en mejor estado y un tránsito más fluido, en dirección a Isidro Casanovas. Era allí donde tenía su casa "Ponce, el africano".
Siempre regresaba de noche, y caminaba las ocho cuadras que lo separaban de la parada del colectivo.
Llegó a la casa, desordenada y poco limpia, abrió, entró y cerró con dos grandes pasadores. Sacó de la heladera unos restos de pizza que puso a calentar, y una jarra de vino tinto. Cuando todo estuvo listo, se sentó y se dispuso a comer y leer las instrucciones recibidas.
Se le ordenaba trasladarse Tucumán, la Provincia de la que se escapó casi un año atrás. Su memoria, al recordar el acontecimiento, le dio una primera señal de alerta. Se sirvió un generoso vaso de vino, y se olvidó.
El veintitrés de agosto a la noche debía liquidar a un sujeto que estaría sentado en un conocido bar de la Plaza Alberdi, frente a la Estación del ferrocarril. Debía hacerlo en forma muy limpia y silenciosa, y luego arrojarlo dentro de un tacho de combustible de un tren de carga, de los que siempre había alguno estacionado en el enorme y oscuro canchón de la Estación, al frente de la Plaza.
Conocía muy bien la zona, años atrás, transitó por allí, en sus andanzas de borrachín. La víctima era importante, tenía su fotografía. Era un peligroso mafioso, pero se podía hacer, había recibido un muy buen pago para ello
De pronto sintió un escalofrío, algo en su intuición, le hacía sonar una alarma de peligro. Se sirvió otro generoso vaso de vino, se lo despachó de una sola vez, y también se olvidó de su intuición.
Grave error, ese olvido le costaría la vida.
Dos días después, a las diez de la mañana, abordaba en la estación Retiro, en el sector de primera clase, el tren hacia Tucumán, para llegar el día siguiente a la tarde. Estaba con tiempo, todavía le quedarían tres días para planear sin fallas su "trabajo".
A la misma hora y en el mismo tren, en el sector de camarotes, un hombre delgado y bajo de gruesos anteojos, acomodaba una pequeña valija bajo la cama del camarote 25 A.
A la hora establecida, el tren inició su viaje a Tucumán. Esa noche, a las veintidós horas, golpearon a su puerta diciéndole, "cuarto y último turno para cenar, gracias. Ume se levantó, se lavó la cara, se peinó prolijamente y se dirigió al comedor.
Sólo quedaban dos lugares en una mesa de la punta del furgón comedor. Se dirigió allí y se sentó, saludando con cortesía a sus dos fortuitos compañeros de mesa. Por la puerta de la zona de primera, apareció Ponce, miró para todos lados, y comprobó que quedaba un solo lugar disponible. "La puta madre, tendré que sentarme con esos pendejos y el flaco cuatrojos" pensó. Y fue hacia el lugar y se sentó. Apenas saludó con un murmullo mascullado y se dispuso a esperar al mozo.
Uno de ellos conocía perfectamente a otro de los comensales, había leído un informe completo de él la noche anterior, que incluía una reciente fotografía. Y estaban sentados, uno al lado del otro.
Ume conversaba animadamente con la pareja de recién casados, con su simpático acento caribeño. Ponce se mantenía en silencio. Terminaron de cenar. Ponce apuró el último vaso de vino tinto, saludó y se fue. El joven comentó "a este señor seguro le pasa algo". Ume pensó, "en estos días, con la ayuda Del Salvador, algo le pasará".
Hacía mucho frío la noche del veintitrés de agosto. Caía una tenue llovizna y la calle reflejaba en su negro brillante, las luces de las marquesinas de los negocios ubicados al frente de la Plaza Alberdi. Una brisa fría del sur arremolinaba las pequeñas gotas de lluvia en la luz de las farolas de la Plaza, sumiéndolas en una penumbra húmeda, al otro lado de la calle.
El negro Ponce, esperaba pacientemente.
Ya había localizado a su presa y evaluado la situación. Estaba sentado escondido en la parte trasera de un automóvil que había robado en la oscura y lluviosa tarde y desde donde observaba perfectamente el movimiento del mafioso.
Ya había pasado la medianoche y era escaso el movimiento en la calle.
Los cuatro acompañantes se levantaron, salieron y subieron a uno de los autos.
Su jefe llamó al mozo para pagar la cuenta, pero se acercó el dueño del restaurante, se sentó a la mesa y comenzó a comentarle algo. Le decía que una famosa cantante de tangos le había enviado una nota que le entregó en ese momento, donde le pedía que la busque después del show en el Cabaret donde estaba trabajando. Pero él solo, quería total privacidad. El jefe leyó la nota, conocía la letra de la mujer, levantó la mano y les hizo señas a sus guardaespaldas que se fueran y se quedó haciendo tiempo.
Estaba contento, era una mujer que en realidad le gustaba al mafioso, había intentado conquistarla varias veces, y ella lo sabía. Siempre había guardado la secreta esperanza que después de los caros regalos que le había enviado, lo aceptaría. "Dio resultado" pensó entusiasmado.
Ponce, había averiguado que al mafioso le gustaba mucho esa mujer, a la que él conocía. Ésa tarde , el negro Ponce la visitó en su casa de un barrio alejado de la ciudad, torturó y mató a su madre delante de ella para amedrentarla, le obligó a escribir la nota y luego la hizo desnudarse y la violó. Luego con una sonrisa de satisfacción, la ahorcó con la soga de una cortina. Luego, desde el centro de la ciudad, le mandó la nota para el mafioso, con un mensajero, al dueño del restaurante.
El negro Ponce se bajó hacia el lado de la vereda, se fijó y no vio a nadie, se fue hasta el auto del mafioso, abrió la puerta y se metió adentro. Era para él pan comido abrir una cerradura. Se cruzó al asiento trasero y se dispuso a esperar.
Dos horas después, salía su víctima. Cruzó la calle apurado por el frío y la llovizna y se subió al auto. Buscó la llave en su bolsillo mientras pensaba en la noche libidinosa de placer que lo esperaba.
En el mismo momento que puso la llave en el contacto, sintió el fino alambre de acero que apretaba su garganta impidiéndole respirar. En un acto reflejo, se llevó sus manos al cuello, cuando un enorme cuchillo malayo de hoja curva atravesaba el asiento como una hoja de papel y se incrustaba en su espalda, saliéndole por el pecho a la altura del corazón.
Su muerte fue casi inmediata, con los ojos muy abiertos, de sorpresa y espanto.
Rápidamente, Ponce corrió el cadáver, limpió el asiento con el elegante pañuelo del mafioso, arrancó el auto y se fue manejando tranquilamente y despacio hasta la Avenida Mitre, tres cuadras más adelante.
Dio un enorme rodeo y apareció por una calle lateral de la Estación del ferrocarril. Estacionó en un lugar oscuro, se bajó y comenzó a cargar al muerto como si fuera un borrachín que necesitara ayuda, hasta la puerta de la Estación, unos metros más adelante. Cruzó rápidamente el hall central, vacío a esa hora y se dirigió hacia la izquierda, donde temprano ya había localizado al vagón de transporte de combustible.
La tapa ya estaba destrabada. Había introducido allí al tercer muerto del día, el pobre guardia que lo descubrió, cuando esa noche, más temprano, aflojaba la traba de la tapa. Le costó trabajo subir al pesado mafioso e introducirlo en la boca del tanque, pero lo logró, no sin un enorme esfuerzo, que lo agotó.
"Trabajo cumplido, a cobrar el resto" pensó contento.
En realidad, eso fue lo último que pensó en su vida.
El afilado cuchillo de pescador de doble filo, le entró por la nuca y le salió por el ojo izquierdo, arrastrando con él lo poco que tenia de cerebro. Ume, sólo guió al cadáver hacia el agujero hasta que se perdió dentro del combustible. Arrojó el cuchillo y los guantes adentro del tanque, cerró la tapa correctamente, se bajó del transporte y salió caminando tranquilamente de la Estación.
Como un huésped de las tinieblas, entre la neblinosa y fría llovizna, caminaba seguro en la oscuridad de la playa de carga.
Eran las cuatro de la mañana del veinticuatro de agosto, exactamente el mismo día y la hora en que falleciera asesinado por el negro Ponce, "el africano" el Benemérito Caballero de la Orden, un año atrás. Ume, el ejecutor del Mensajero de la Orden, había cumplido el pedido de los Caballeros de la Logia, allende los mares, sin errores y sin inconvenientes.
Hacía mucho frío en la calle, pero a Ume nada lo afectaba. Se calzó unos finos guantes de alpaca, sacó del bolsillo del sacón de cuero una gorra del mismo material y se la puso, retiró el bolso que había escondido debajo de unas matas en la Plaza y comenzó a caminar, apenas cojeando, hacia la zona del Bajo, buscando la terminal de colectivos.
A esa hora, no había ni un alma en pena en la calle. En medio de la fina y persistente llovizna, parecía una sombra incorpórea de niebla y luz.
Tres semanas después, el cura Cayetano Marañón, nativo de la Isla de Cuba, se levantaba la sotana para no ensuciarla en el canchón del puerto de Buenos Aires, en medio de la lluvia y embarcaba en el Espíritu Santo, barco de carga de bandera panameña con destino al puerto de Colón, Panamá.
Además de todos los documentos falsos, pero en regla, Ume tenía una carta de recomendación del Obispo de la Habana, que lo acreditaba como sacerdote en viaje. Cojeando ligeramente de la pierna derecha y guiado por un marinero, se dirigió a su camarote. En todo el tiempo del viaje, sólo salía para tomar algo de sol, alimentarse y estirar las piernas.
Por las tardes, se sentaba a la sombra de los camarotes en la cubierta y se entretenía leyendo una voluminosa biblia de tapas de cuero. Leía perfectamente, sin necesitar anteojos.
Veintiocho días después, llegó a buen puerto.
Y así fue.

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