Cuento: | Miró el reloj en la pared y decidió bajar las escaleras escuchando el tictac de cada paso. Apenas se dio cuenta que aún con la puerta de calle abierta escuchaba unos latidos moribundos del reloj. El silencio le dio la sensación de sordera. "¡Hola!" Gritó, desde el vano de la puerta de calle. Se dio cuenta que podía escucharse. Entró de nuevo. Cerró la puerta de calle y fue a sentarse en su sillón. Sonreía con una satisfacción entre macabra y divertida.
Encendió el televisor, computadora, radio y nada, no había señal de nada. Sólo silencio. Y de nuevo sonrió igual que antes pero con más satisfacción y desprecio. La sensación era como un sueño hecho realidad, por fin el silencio sólo para sí. Su propia música cuando quisiera y ningún ruido de otros.
Recordó cuánto le molestaba el enjambre, el ruido, el murmullo constante. El olor a grasa rancia y resaca de comida sobrante en la basura esparcida por la ciudad le era ofensivo. Pensó en toda esos envoltorios que iba rodando de calle en calle y enredándose como serpientes en cualquier obstáculo. El humo de los autos, las bocinas, los insultos, los frenazos, los gritos. Los ruidos, los olores, la contaminación de la civilización. Todo se descartaba, empezando por la humanidad.
Siguió recordando a medida que pasaba el tiempo. O sólo algo que parecía pasar, sucederse, no era tiempo, porque El Tiempo se había quedado estacionado, y el reloj falleció. Todo era un ahora que unía pasado, presente y hasta un futuro incierto pero esperanzado. Eso tan humano. Sí, de esos que se sacudieron el barro y fueron "humonoides", como le gustaba decirles, Para burlarse, para reírse de ellos.
¡Ah! ¡Esos monos! Cómo se divertía mientras les jugaba un juego simpático -ahora admitía que era un poquitín cruel- amagando darles cosas fuera del alcance. Pobres, se desesperaban pidiendo y tirando las manos con palma arriba. Pero no les daba nada y miraba cómo se entristecían. Eso le hacía reír a carcajadas. A veces les dejaba lamer algo entre las rejas de esa jaula inmensa que los apresaba. Sabía que estaban entre las rejas y así eran inofensivos. Los ataba del cuello a una larga cadena y los hacía desesperar por alcanzarse entre ellos. Siempre pulseaba cosas que los lastimaba, enfermaban y morían. Pobres monos, pensaba risueño.
Por fin se aburrió en su eternidad de tiempo detenido. Empezó por sentir el vacío de esa soledad. Corrió a la calle. Gritó. El desierto le consumía la consciencia y así fue que todos los interrogantes vinieron juntos con un chorro caliente que sintió correr por sus piernas. Fue todo tan rápido y junto. Miró hacia abajo y comprobó que su mayor temor finalmente se cumplió.
En el mismo instante en que todo lo estático era en un insignificante punto de su propia consciencia y existencia. En ese instante de vacío, explotaron voces, gritos, ruidos, olores, brisa, lluvia y empujones, miradas despectivas, aprensivas, desdeñosas. Se dio cuenta que ahí estaba lo que lo convirtió en eterno e invisible. Le dijeron que tenía poderes. ¡Lo engañaron! Ahora, se olvidaron de su existencia, de repente. Quizá querían librarse de él. Cayó en la cuenta que ahora era mujer. Como el de aquella que castigó, y ahora él ¿o ella?... Mismo ¿o misma?..., condenada a ser mujer y mortal. Si sangraba como aquella que recibió el castigo, entonces no había otra explicación: era mortal. Pero no podía morir. Así le dijeron. "No puedo morir y quiero morir" se escuchó decir gimiendo y suplicando. Caminaba sin saber que lo hacía, como una ebria o drogada. Escuchó un bocinazo, luego un dolor intenso y ruido a huesos rotos, la sangre entre sus piernas. Y recordó que era lunes, ocho días desde que apareció de la nada. Y ahora era el momento de volver a ser nada. Una polilla encandilada por la luz del fuego de una vela, ardía deslumbrada por sí misma. |
MUY TRISTE
ResponderBorrarSi. Es triste. Gracias! Silvanoff
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