Cuento: | La abuela me miraba, hora tras hora, inmóvil, muda. La había sacado al patio para que sintiera en la piel la caricia del lánguido sol de marzo. Ella se dejó mojar por la cascada ambarina y sonrió, con una sonrisa hermosa como una promesa, vencida por el placer tibio. Yo la miré y no noté su sonrisa, o mejor dicho, no sentí nada al notarla. No era la abuela la que se deleitaba silenciosamente bajo el sol, no era nadie, no era nada. La odié en ese momento. Sentí el odio supurando en el pecho, creciendo más rápido que la mugre bajo mis uñas. Quise verla muerta, quise matarla allí mismo e irme corriendo, con las manos chorreando crimen.
-Enzo, Enzo.
-¿Qué, abuela?
No me contestó. Nunca lo hacía. Sólo posó sus profundos ojos en mí, acusándome con su inocencia, redimiéndome sin saberlo, protegiéndome de los golpes de la desesperación.
Esa noche lloré, una vez más, agobiado por la culpa y el arrepentimiento. Sentado en mi cama, hundido en la oscuridad y la desolación, dejé drenar las lágrimas una por una, sembrando mi cara de pena, hasta quedar seco por dentro, abrigado tan solo por los primeros guiños de la mañana.
Me gustan los amaneceres del otoño, no tanto por el frescor que eriza la piel, sino por el abanico de colores que se extiende, perezoso, hasta saturar el aire. Por eso, y porque la abuela duerme hasta tarde, es que me levanto con el amanecer. Preparo el mate y salgo al porche a dejar que esos colores jueguen con mis poros. Hay días en que un cosquilleo me recorre el cuerpo, es la llamada del tiempo y de la vida, que piden ser pintados, que se acercan a mis pies con movimientos dóciles, urgiéndome. Entonces camino hasta el arroyo. A veces, saco algunas fotos. El silencio se puebla de presentimientos que flotan como hebras de algodón. Tiro algunas piedras sobre la cinta serpenteante del agua. Aprecio el tintineo concéntrico, tan breve como misterioso. Voy a buscar papel y crayones, necesito traducir de alguna manera esa plenitud matinal que rompe con su espuma contra mi cuerpo. Quiero plasmarla, aunque sea de manera imperfecta. Hace tiempo que no me interesa el arte, sólo lo que el arte busca. Me interno en la mañana como un sabueso siguiendo ese rastro. El sol se desliza indolentemente en el tobogán del cielo. A media mañana tengo que parar, lamentándome, e iniciar la marcha hacia el pueblo para hacer las compras.
Al volver vi que la abuela estaba acompañada. Marina, enarbolando una sonrisa proporcional a su belleza, me miró acercarme. Sus ojos, apenas avejentados desde la última vez que la había visto, no eran menos bellos que la brisa que jugaba entre las hojas de los árboles. Pasé junto a ella acarreando las bolsas, sin saludarla. Me siguió hasta la cocina.
-Hola. ¿Podrías saludar por lo menos, no?
-¿Qué hacés acá?
-Vine a ver cómo estás. Y a ver a la abuela.
-Estamos bien. Los dos.
Saqué una gallina de la heladera y empecé a trozarla. La voz de Marina me llegó entre los golpes de la cuchilla.
-¿No te parece que ya pasó bastante tiempo? Es hora de que vuelvas.
La miré para contestarle.
-Ella me necesita.
La cara de Marina se hinchó con una lástima mal disimulada.
-Excusas. Ella no tendría que estar acá. La podemos llevar a un lugar donde la cuiden bien. ¿Cuánto tarda una ambulancia en llegar hasta acá, si le pasa algo? ¿A cuántos quilómetros está el hospital más cercano?
-No la voy a internar. Primero muerto. ¿Entendés?
Le apunté con el cuchillo, pero eso no la amedrentó.
-Lo que pasó, pasó, Enzo, dejá de autoflagelarte. Volvé a la vida, a la vida real.
Sentí el impulso de atravesarle el cuello con la cuchilla. En mi mente vi los chorros de sangre coloreando la hoja, haciendo dibujos furiosos en el acero. En lugar de eso escupí una carcajada.
-¿La vida? Mi vida está acá, esta es mi vida.
-La estás desperdiciando, Enzo, estás desperdiciando tu talento. ¿Ya no pintás?
-Sí, pinto y llevo a vender a la feria. Con eso y con la jubilación de la abuela nos arreglamos.
-¿En la feria? ¡Tus cuadros se vendían a millones!
Dejé de mirarla, la conversación había empezado a aburrirme.
-Gracias por venir. Andá a pasar un rato con la abuela, debe estar contenta de verte.
Pude sentir su tristeza en el silencio.
Terminé el guiso y tapé la olla, dejándolo reposar. Fui hasta la alacena y abrí la puerta. La botella de vino me miró, incitándome, como todos los días desde hacía dos años. Tardé unos segundos en recobrar el control de la respiración.
Cuando salí, vi a Marina hablando por teléfono a lo lejos. La abuela estaba sola, acompañada por el calor atenuado de marzo, por el vuelo de los pájaros, por el crujido imperceptible de la vida que se extendía más allá de la arboleda.
En sus ojos sin tiempo se reflejaba mi miseria. Tendió sus manos hacia mi. Las tomé, sintiendo su fragilidad, también su tibieza. Me senté en la mecedora enfrentando a la tarde. Estaba solo, y nada podía ser mejor. |
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