Cierro los ojos y veo que vienes hacia mí, que ingresas con seguridad por una puerta normal, simple. No es mi puerta, tampoco la de tu casa, menos la he visto en alguna parte. Vienes y me comentas que el metro estaba lleno, que tienes calor, con tu característico rostro colorado por la alta temperatura del verano. Quieres saber porque estoy tan silencioso, que me sucede, si me siento mal. Y no atino a encontrar las palabras, a verbalizar lo que veo en ti, lo que veo en nosotros. Es un lugar nuevo, donde me siento muy cómodo, donde tú te desenvuelves con relajo. No hay nadie, ni nada que nos molesta, no hay que seguir reglas porque estas ya son las nuestras, las establecidas a nuestro antojo. Abres el ventanal, corres ceremonialmente la cortina y el aire más puro dentro de todo lo contaminado que esta, vuelve con ímpetu a ingresar, como si también estuviese invitado de antemano, con formalidad. Tú me miras, me vuelves a mirar, deduces que deberías de hablarme más, llamar mí atención, porque estas desconcertada. La trivialidad de una tarde cualquiera, el hacer algo común y diario estaba allí, servido para nosotros. Y no era momento indicado de hablar o de interactuar con una frase hecha. No era el momento de comprender. Más bien era el de recortar el pasaje mejor vivido, el que ni en las más relamidas escenas cinematográficas se puede proyectar, porque esta allí, vivo, latente, al alcance. Te acercabas. Te volvías a acercar más. Y comprendías sin entender con la cabeza que éramos más de dos unidades humanas dispuestas en un lugar, a la simbólica hora del té. Me mirabas, me volvías a mirar y yo lo hacía por necesidad, no por inercia. Te miraba una y otra vez, porque parecía que recién te había conocido o que disfrutaba al fantasear con esa idea. De ser dos nuevos amantes que se tienen para sí, dos que no se conocen, aunque sí ya lo hayan hecho con antelación. Dos que
se necesitan no sólo para coger una y otra vez, sin cesar, al borde de una cama, encima de ella o donde se diera. Éramos dos seres fundidos a nuestro antojo, a nuestro goce, a nuestras licencias, a todo aquello nuestro que habíamos permitido tolerar. Allí no había explicaciones, ni reclamos, ni cuerpos perfectos a exponer. Sólo yacías tendida sobre mi pecho, después del agitamiento, del respirar discontinuo y el acelerado ardor. No existían las preocupaciones que nos aquejan a diario, o si la habían no cuajaban en el momento, entre nosotros, entre lo que éramos y fuimos en alguna ocasión. Yo me obsesionaba con acariciar tu cabello, hacerlo con decaimiento, tiernamente pensando en que eras muy débil. Que estabas a mi cuidado, que te debía protección. Que hasta el más ínfimo grito externo proveniente de la calle acabaría con nuestro rítmico sigilo, con una tensión que no era tal, con aquella deliciosa calma que buscan los amantes entre sus cuerpos, entre sus deseos, entre sus recuerdos. Realmente no sabía si todo era un sueño, un espejismo de algo que venía en mi esencia, en lo que había vivido en otra vida, en otras circunstancias irreales. Sí debía de arrancar desde lo más profuso de mi cuerpo ese hálito de felicidad, porque no podía palparlo ni meterlo en un saco. Menos podía pesarlo y confirmar cuanto era su peso, sus kilogramos. De reojo te miraba mientras estabas quieta y no tenía certeza si dormías o también estabas alerta. Que si te movías de a poco, porque era una acción natural del sueño o se trataba de algunas de tus innumerables mañas. Ya a esas alturas no quería preguntas, porque tenía certezas y eso me calmaba el alma, la reconfortaba. Me decía que tú ya creías hasta la médula sustancial, porque entre creer y no creer, como una vez te lo pregunte por un medio tan frío, respondiste afirmativamente. Y lo seguías haciendo. Entre dormida y despierta, entre cauta y segura.
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