Cuento:
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- León -
Después de dos días de continua e intensa lluvia en el bosque, se respiraba un aire tan fresco y húmedo que se diría resucitaría a un muerto. Acariciaba mi piel con sutileza y me imprimía una esperanza difícil de abrazar en otras zonas. No imaginaba que su capacidad de purificación pudiese aumentar tanto mi jovialidad, transportarme a los años de aquella adolescencia perdida que tanto echaba de menos. No obstante, a pesar de mi euforia, me sentía en cautividad. ¡Preso!
La mañana se desperezaba de los flecos de sopor que aún colgaban de sus encajes cuando escuché unos pasos sordos que se hundían en el barro y se hacían notar en tandas de dos, uno pesado primero, otro ligero después. Enseguida reconocí en ellos las botas de media caña de Isaac, mi amo, que para no perder la costumbre se acercaba severo y silencioso y con ese afán de perfeccionismo que tan bien lo definía en su trabajo. Sin embargo, no sería el mismo si cada mañana no remoloneara entre los charcos escarchados para condenar a muerte el primer cigarro del día con toda la flema que el tiempo le permitía. Con un rostro sereno y cuarteado por la madurez que lo contemplaba, un bigote que no había visto una cuchilla de afeitar desde su nacimiento y unos ojos tan profundos como las fauces de una anaconda, cogió su llavero y abrió mi jaula. ¡Por fin! Como cada día a la misma hora y con la cautela del torero que toma la alternativa, escrutó el terreno con una mirada canina y prolongada y se escondió en sus gafas de espejo, momento que aproveché para escapar a bocajarro de mi prisión, corretear unos minutos para comprobar que todo seguía en orden y hacer mis necesidades en el sitio marcado desde mi primera salida. Pero aquella mañana no sería como las demás. Ni mucho menos. Mi sorpresa se hizo evidente cuando mi dueño, después de chasquear la lengua con unos retales de vanidad que no me gustaron ni un pelo y fruncir el ceño con una hostilidad que me dejó patidifuso, me puso la correa y me permitió que diese una vuelta fuera del recinto tapiado, escombrera del edificio en el que trabajaba, del que no me sacaba más que en ocasiones de extrema necesidad, es decir, cuando buscaba mi ayuda para encontrar objetos perdidos o incluso personas desaparecidas. Estaba claro que el trabajo no le era apetecible a tan temprana hora. Lo conocía bien y lo sabía. No obstante, después de deshacerse en una veintena de improperios contra sus jefes y no menos de una decena de conjeturas obscenas y fuera de lugar sobre su horario laboral, me ofreció un bombón de licor que consiguió templarme el estómago, como siempre que deseaba obtener el cien por cien de mi rendimiento. Lo agradecí con un lametón en su cara que casi le hace caer de bruces al suelo. Mientras lo saboreaba, con la misma fruición de la primera vez, me dio un empujón en el trasero, que interpreté como una orden rígida e inequívoca para ponerme las pilas y salir pitando.
Había llegado la hora. Di un salto de leopardo y noté la correa apretándome el cuello, pero lejos de darle la importancia que el hecho en sí merecía, insistí. Mi dueño se dejó llevar por la energía que me dominaba y no dudó en seguirme. No le quedaba otra alternativa, habida cuenta del impulso que había cogido. El horizonte ofrecía un paisaje largo y pulcro a la vista y la fragancia que los pinares esparcían por el monte aligeró mi pituitaria, si cabe, más aún que en la jaula. Pero llegó la hora de obedecer, e Isaac se hizo cargo de la correa para conducirme a base de gritos y tirones hasta una cabaña de madera que ya conocía de ocasiones anteriores. Situada en las faldas de una colina rala y deformada por las rocas, era centro de reunión de media docena de individuos de su misma especie. ¡Cuánta arrogancia esculpida en sus rostros y cuánta ineptitud abrazando sus mentes escuetas! Sentados en torno a una chimenea que los protegía del frío de la mañana, contemplaban una fotografía de unas dimensiones que me parecieron enormes y una resolución y un color que demostraban hasta dónde estaba dispuesta a llegar la tecnología. Bajo la imagen, leí un nombre: León. Mi dueño me sujetó la cabeza y me obligó a examinarla, mientras mis jadeos rayanos en lo estentóreo acompañaban a mi respiración, en aquel momento en plena ebullición. Me dediqué durante un tiempo que no podría precisar a estudiar al hombre del retrato, un tipo alto y enjuto, cuyos rasgos afilados y mirada cristalina archivé en mi memoria fotográfica en no más de un segundo.
La primera parte del trayecto, de no ser porque me vi en la obligación, ¡como tantas y tantas veces!, de intentar localizar al tipo de la imagen sin perder un solo segundo, habría resultado amena, pero el trabajo inhumano al que mi dueño me tenía sometido la convirtió, Dios me asista la próxima vez, en un calvario. Tiraba con brutalidad de mi cadena mientras Isaac me azuzaba para que aguzara la vista y pusiera todo mi empeño en encontrar a León. Triste destino el mío. Frustrante. Me esforzaba por llevar a cabo mi cometido con la profesionalidad que me precedía y sufría mucho cuando no lo conseguía, es más, en ocasiones me sentía impotente ante la inmensidad de la naturaleza, esa mezcla de colorido, murmullo y aroma que invadía a borbotones mis cinco sentidos y me impedía concentrarme como es debido en mi trabajo. Llevábamos una marcha forzada por un sendero que, aunque excesivamente estrecho, al menos me reportaba cierta complacencia. Carecía de curvas y su pendiente era mínima. Accesible. A una distancia como de tres o cuatro kilómetros, exhausto y con el cuerpo dolorido, localicé una hoguera que despedía un humo turbio y blanquecino que el viento alejaba prudentemente de nosotros. Aunque mi olfato, que ya de por sí no era demasiado fino, no pudo captar su olor, pude observar el fuego blandiendo su habitual soberbia. Una llama vivita y coleando se ofreció a mi vista, que por esa época andaba a pleno rendimiento. Fue entonces cuando salí del camino para introducirme violentamente y sin permiso en la espesura del bosque. Isaac cayó al suelo, se dañó el costado y, después de quejarse como un niño orgulloso y encabritado, intentó reprimir mis instintos primarios dando un fuerte tirón de la cadena. Casi me ahoga. Me detuve un instante que aproveché para respirar con toda la profundidad de la que fui capaz y limpiar mis pulmones, y cuando mi amo se decidió a dar la orden, iniciar el descenso para cruzar el río que vislumbré al fondo del tajo, cosa que hice buscando los lugares más adecuados para librarnos de caídas intempestivas y arañazos y pinchazos de árboles y arbustos.
-¡Busca! –me ordenaba mi dueño-. ¡Encuéntralo y te ganarás otro bombón! –y me enseñaba el papel celofán multicolor que lo contenía.
Por el camino nos cruzamos con otros buscadores, perros exploradores asistidos de hombres que, como nosotros, seguían algún rastro o huella. Deberían trabajar rápido y bien si querían ganarse dignamente su jornal. Tal era el follaje de los cerros que bordeábamos que cuando quise acordar había perdido la pista de la hoguera. Mi gozo en un pozo. Me detuve en seco y escudriñé a derecha e izquierda, pero no encontré sino frondosidad en un bosque que se perdía en el horizonte.
-Tranquilo, es hora de descansar.
Bebí un poco de agua en el río después de que Isaac me asegurara a una rama. Llevaba la lengua fuera y el aire galopaba por mis pulmones al mismo ritmo que la sangre por mis venas. Desbocado. Me senté junto a un árbol, eché un vistazo a mi alrededor y vi el líquido claro y espumoso que mi dueño dejaba escapar de sus comisuras. Se inclinó en la orilla y también bebió agua. Al punto, sacó un paquete de su morral y se entretuvo comiendo unas chuletas. ¡Cómo le gustaba todo lo que tuviera hueso! A mí, sin embargo, no me dio nada. Ni siquiera me permitió lamer las sobras.
Cuando hube descansado lo suficiente, me levanté y me separé del tronco del árbol un par de metros. La correa no daba más de sí. Comprobé con mis propios ojos que siguiendo el cauce del río, aguas arriba, había acampado un grupo de hombres. Allí estaba. Doscientos metros nos separaban del tipo que buscábamos. Era inconfundible. Su altura y su delgadez así me lo indicaron, y las sombras que sus pómulos dibujaban en su mejilla no tardaron en corroborarlo. Si tenía algo de lo que estar orgulloso, sin duda era de mi vista de lince. Había ganado varios concursos a los que se presentaban cientos de individuos de la región, lo que me reportaba cierto prestigio entre mis compañeros. Di entonces varios tirones hasta que noté una suavidad que, cosa insólita, me permitió seguir avanzando. Mi dueño se había levantado. Restregó su cuerpo contra el mío y no hicieron falta palabras para captar la señal de búsqueda. Recordé la foto que me habían enseñado en la cabaña y la procesé en mi mente durante el tiempo suficiente para compararla con la faz de León. Quise explicarme a mí mismo que se trataba de un ser humano y no de un perro. Abrí bien los ojos y fui acercándome más y más al grupo en el que se encontraba. El tiempo jugaba en mi contra. Varias personas descansaban al sol y algunas de ellas se bañaban apaciblemente en el río. Nadie las molestaba. Ni una voz más alta que otra. Ni un grito. Nada. Sólo el murmullo del agua entre el canto de los pájaros y el suave ulular del viento se interponía entre él y nosotros.
Sorprendimos a León devorando a dos carrillos un trozo de carne. Al ser de mi misma especie, conocía bien sus reacciones y movimientos. Cuando llegué, abrí mis manos, las apreté sobre su nuez y nos enzarzamos en una pelea en la que Isaac tenía poco o nada que aportar, excepto intentar calmarnos. Una vez lo hubo conseguido, me dio un lametón en la mano y me tendió un collar para que lo abrochara en el cuello del prófugo y una cuerda para maniatarlo. Me ofreció el bombón prometido, que disfruté con la fruición de la primera vez, y volvimos satisfechos de haber cumplido con éxito con nuestra obligación.
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