: Aldama 47


Nombre*:Marco Antonio Cabrera Reyes
Género*:Suspenso
Título*:Aldama 47
Cuento:
Uruapan, Mich.- La mañana del veinticinco de junio fue encontrado en una habitación del hotel Aldama, el cuerpo sin vida de un varón cuya edad ronda los treinta años. El hallazgo lo hizo una recamarista (quién prefirió omitir su nombre) que trabaja en dicho establecimiento. Según sus informes, la puerta de la habitación estaba entornada. Ella entró pensándola vacía y descubrió el cuerpo, tendido boca arriba, sobre un charco de sangre. Tenía un corte en la garganta. La susodicha afirma que una rata estaba devorando la mejilla izquierda del occiso. Sus informes han sido corroborados por el M. P.
Una navaja, del tipo que usan los barberos, fue encontrada a dos metros del cuerpo. También se encontró una jaula, algunos artículos personales y una libreta.
Según todas las apariencias, se trata de una ejecución. Las autoridades, sin embargo, aún no se decantan por una teoría.

En algún texto de ingrata estirpe (como son todos los que mi libresca y pacadora juventud produjo) hago una meditación acerca del destino. Si bien dicha reflexión apenas fue esbozada y, entre sus innumerables carencias, posee la de formar parte de una ficción (mal lograda, para colmo), la idea me siguió rondando. Ahora, mientras escribo estás líneas en esta ruina de habitación que mis errores y la ferrea resolución de mi adversario me depararon, empiezo a entender, con certeza, los mecanismos (disimulados y ladinos, como las acciones de un canalla) del destino.
Digo destino de la misma manera que podría decir providencia, causalidad, ley física. Más que nada esto último, una ley física, una rutina o hábito del universo frente a la cual nosotros, seres contingentes, no representamos nada.
Por supuesto, entender el funcionamiento de algo no implica que ese algo obedezca nuestra voluntad. Normalmente es al contrario. Puedes entender, verbi gratia, el funcionamiento de una fábrica y de sus componentes mecánicos, pero si tienes la peregrina idea de intentar detener sus engranajes con las manos desnudas, sin lugar a dudas perecerás aplastado.
Así funciona el destino, entonces. Así funciona la mente (inexorable, objetiva) de mi perseguidor, de ese ser que ostenta los atributos de la fatalidad, de esa fatalidad que yo veo como una sustancia múltiple y voluble y que en mi caso tomó la forma de una habitación de hotel en una ciudad insignificante. Ya no puedo huir; mejor dicho, ya no quiero. El último golpe, el de gracia, me va a encontrar resignado. Impaciente, tal vez.

Una de mis rutinas más felices, mejor logradas, fue mi amigo Aurelio Ortega. A él recurrí en un postrer intento por burlar mi sino. Tengo la impresión de que Aurelio, cuando escuchó mi historia, tomó mis palabras con algo de condescendencia. Estoy cierto de que en su interior, siempre me tuvo por un caso de psicopatía singular, aunque inofensiva. Mientras relataba mi vida en los últimos meses, creo recordar un amago de sonrisa que, aunada a sus frases neutras y casi cariñosas, son un claro indicio de que Aurelio me juzgó loco. Empero, la amistad que nos unió le impidió despacharme y pasar a otra cosa. Me ofreció su casa. ¡Cómo lamento haberlo inmiscuido en esto! ¡Cómo lamento no haberme hecho comprender! Aurelio no tomó las previsiones que el caso ameritaba y fue una presa fácil para Él. La última vez que lo vi estaba tendido en el centro de su habitación, boca abajo, y un charco de sangre servía de marco a su cabeza.
Me avergüenza decirlo, pero no tuve el valor para acercarme. Tomé mi maleta (mi maleta siempre preparada para la fuga), doscientos pesos y dos boletos del metro que mi amigo había dejado en su escritorio y salí sin saber a donde dirigirme, pero seguro de que cualquier lugar era mejor que ese en el que la sangre de nuevo me había encontrado.
Digo de nuevo, pero la verdad es que la sangre, durante los seis meses anteriores a la muerte de Aurelio, parecía irme cercando poco a poco. Cada vez me encontraba con mayor facilidad. Al salir de la casa de Aurelio ya no me quedaban refugios. Me detuve en una esquina y trate de armar un plan; me esforcé mucho para idear un sitio en el que tuviera al menos un mes de reposo. Fue entonces cuando pensé en Uruapan, Michoacán, una ciudad que había conocido en épocas mejores (¡y cuánto!). Supuse que ahí sería menos evidente, menos yo. Una mueca después paré un taxi y le pedí que me llevara a la terminal de autobuses.
<<Uruapan, pensé, será una bonita ratonera>>

Pocas cosas he traído conmigo. Un rápido censo de mi maleta dará una idea de lo que ha sido mi vida en los últimos meses. De mi otrora vasto guardarropa sólo quedan dos pantalones, tres camisetas y una camisa; un solo par de zapatos; algunos objetos de aseo personal, entre los que se encuentra la navaja con la que ya no me rasuro (¿para qué?) y que fue una de las pocas cosas que me heredó mi padre; mi reloj Cartier (que la empresa para la que trabajé durante diez años me obsequió) y algunos libros. Cuando consigo abstraerme de mi circunstancia, hasta puedo imaginarme como una especie de personaje romántico. Leo mucho y ayer descubrí un bazar de libros (en pleno centro, a unas cuadras de mi hotel) en el que por míseros cien pesos me hice de un Faulkner, un Rimbaud y un par de Onettis. Por supuesto, hay horas y hasta días en los que ni la literatura consigue que olvide mi condición de perseguido. Pero en esos momentos me ayuda un viejo compinche de la juventud: Jack Daniel. Pero estoy divagando. Tiendo a divagar cuando escribo.

El hotel Aldama. Yo conocí este lugar cuando era algo parecido a una casa de citas. Un patio central y las habitaciones en derredor. Afuera de cada habitación había una mujer (mujerujo, en realidad)] casi desnuda y que te llamaba con gestos y frases obscenas. La mayoría eran chicas que habían llegado de la meseta purépecha buscando mejor suerte. Uruapan hace las veces de capital de dicha región. Al no encontrar trabajo ni siquiera limpiando una casa, sólo les quedaba la prostitución. Si no mal recuerdo, la tarifa era de ciento cincuenta pesos. Con eso pagabas quince o veinte minutos de pésimo sexo en una única posición. Si querías otra posición, tenías que pagar otros cincuenta; si querías que la chica se descubriera el torso, lo mismo. Así pues, una diversión sólo apta para la hez de la sociedad, o para canallas como yo, en busca de emociones fuertes. Recuerdo que de entre todas estas chicas (la mayoría no pasaba de los veinticinco años), descollaban dos señoras: la "gallina" y la "caimana". La primera tendría algo así como cincuenta años. Llevaba el pelo decolorado y muy corto; era gorda y bajita; entre sus atributos contaba con una navaja que esgrimía a la menor provocación. La "caimana" era menos interesante, era como el negativo de la otra. Los clientes de ambas eran ancianos en su mayoría; aunque se hablaba de la "gallina" como la desquintadora de buena parte de los adolescentes de Uruapan. Según ésto, cobraba cincuenta pesos por cabeza. Se hablaba de diez chicos por sesión.
Así fue el hotel Aldama, tan distinto al de ahora. Supongo que un buen día el dueño de este lugar se dio cuenta que tener un hotel sirviendo de lupanar en pleno centro de una ciudad turística, como ésta, era una estupidez mayúscula y decidió invertir para transformarlo en un lugar respetable. Hoy cuenta hasta con una pequeña cafetería. Cambiaron los colchones (que antes nadie en su sano juicio usaría para dormir) y hasta pusieron televisión. La habitación en la que me encuentro, marcada con el número 47, contaba con una de esos aparatos. Cuando le dije al encargado que pensaba pagar un mes por adelantado, con la condición de que sacara la tele, me miró incrédulo pero mandó quitarla. Tres mil quinientos pesos en efectivo son suficientes para tolerar cualquier excentricidad.

Entre la casi infinita variedad de especies que pueblan este accidente cósmico llamado planeta Tierra, hay una (hay varias pero ahora sólo me interesa ésta) que nadie puede mencionar sin experimentar la pulsión de escupir, sin sentir que sólo mencionarla es suficiente para ensuciar una charla, peor si hay damas presentes. Esta especie está conformada por los roedores, en particular las ratas.
Las ratas, pues. Supongo que todos alguna vez hemos sentido el latigazo de un escalofrío al escuchar el chillido o al ver los ojillos inyectados de sangre de una de estas bestias que te miran desde una alcantarilla.
Pero, ahora que lo pienso, esto no es más que una burda generalización, es decir, una reflexión sin rigor. Yo no soporto a las ratas. Habrá, sin embargo, quién las encuentre curiosas. He pasado la edad de los desengaños y ya nada me sorprende. La cuestión es esta: ya que tengo algo así como un mes (esto si mis cálculos son correctos) antes de mi última confrontación con Él, he decidido exorcizar este demonio. Ninguna razón meritoria me impulsa a hacerlo. Simplemente el ocio.
Así pues, hoy me compré una rata.

Cuando ésto empezó (cuando Él empezó) yo era algo así como un ser en estado de gracia. Buen empleo, automóvil del año, casa propia, excelente reputación y una hermosa mujer que aderezaba mis noches y no estorbaba mis días. Pero eso quedó atrás. ¡Carajo!, parece que han pasado años desde esa noche en la que llegué a mi casa y encontré a Liliana tendida en el piso de la estancia. La vi y supe lo que había pasado. En ese momento me di cuenta de hasta donde la comodidad había bajado mis defensas. ¡Dios mio! Casi me había olvidado de Él. Casi había olvidado que todos los plazos se cumplen y que Él iba a regresar un día. Olvidé que el odio es implacable y que el tiempo sólo consigue exacerbarlo. Ese fue mi error. Ese e inmiscuir a mis amigos en ésto, pues después de Liliana Él se llevó a Abraham, Juan Manuel y Alejandro. Esto sin contar a aquéllos que solamente fueron daños colaterales o mensajes que consiguieron su cometido, llenarme de horror. Un ejemplo: una prostituta con la que compartí una noche en el DF. Se llamaba Brenda y llevaba una enorme mariposa tatuada en la espalda. Cuando desperté, a eso de las once del día, y la encontré a mi lado, boca abajo, rodeada de sangre ya seca, supe dos cosas: la primera, que Él me quería cocinar a fuego lento; la segunda, que con los años había refinado sus aptitudes para la muerte. Un lento escalofrío recorrió mi espina dorsal mientras cerraba los ojos de esa chica en un esfuerzo inútil por borrar ese rictus de terror que era su rostro.

He investigado un poco y resulta que las ratas son animales extraordinarios. Una rata normal puede entrar por un orificio de un centímetro de diámetro; puede saltar un metro; viven sin agua más que un camello. Al escribir esto no puedo evitar voltear a ver a la mía: se ve tan pacífica y modesta.

Sueño con tarántulas. Llegan a mí solitarias o en grupo, incontables casi siempre, manando como agua sucia. Las veo bajar por las paredes con sobrada lentitud, morosamente. Alguna o varias se detienen. Una tarántula quieta parece una flor insana.

Las cosas con mi rata van progresando. Ayer la saqué de su jaula y la alimenté en mis manos. Por razones que no voy a exponer aquí, escogí una rata blanca, del tipo que usan en los laboratorios. Es un animal muy manso y tengo el propósito de liberarla antes de que esto acabe. Aunque supongo que una rata doméstica no duraría ni una noche en las cloacas. En fin, la vida es una joda... y después mueres.

Esta es buena: "Sonríe siempre, no vaya a ser que la felicidad, a la vuelta de una esquina, te encuentre triste".

¡Qué inteligencia la de las ratas! La mía ya aprendió a llevar una pelotita de un extremo al otro de mi habitación.

Trato de salir sólo lo indispensable, es decir, comida (no soporto comer en el mismo lugar en el que duermo), cigarrillos, una botella de Jack Daniel's cada dos días y basta. Aunque no. Ayer fui a un bar y volví con una prostituta. Fue un alivio despertar y verla vistiéndose. Tenía ese gesto que toda prostituta tiene durante el día, mezcla de rencor y vergüenza.

Pasan los días y, por qué no decirlo, una especie de modorra comienza a ganarme. Ayer, mientras desayunaba en una pequeña fonda del centro, me encontré haciendo planes a largo plazo. Algunos sentimientos que ya había desterrado aparecen de pronto. Un ejemplo: la ternura. Ver a dos chicos jugando con las palomas y sentir ternura, me asusta tanto como si en medio de la noche descubriera una tarántula reptando por mi vientre.
Pero el hecho es que los días pasan y el arco en tensión que era mi miedo comienza a soltarse.

¿Y si conseguí burlarlo?

Hay una chica. Es mesera en la fondita donde como todos los días. Es bonita pero eso no es lo importante. La cuestión es que tiene algo en su mirada, una expresión que me hace pensar que ella está muy lejos de todo este albañal que es mi vida. Será cosa de preguntarle su nombre.

Sigo soñando con tarántulas.

Dalila. Parece que le agrado. Me avergüenza decirlo, pero cada vez mis comidas se alargan más. Por medio de charlas entrecortadas, me he enterado de que le gustan las tardes lluviosas, las películas románticas y los gatos.
Me pregunto si un ramo de rosas resultará excesivo.

La plata se está agotando. Esta vida de marginado resulta muy cara. ¿Quién lo diría? Y para colmo, invité a Dalila al cine y, con una de esas sonrisas que desarman a cualquiera, aceptó. Será cosa de empeñar mi Cartier.

El dinero que obtuve por mi reloj me alcanzó para pagar otro mes de hotel, comprar ropa y, claro está, para mi cita con Dalila. Quedamos de vernos en un café del centro. Mientras la esperaba, "Una temporada en el infierno" consiguió separarme de la realidad. Cuando leía aquéllo de "et le printemps m'a apporté l'affreux rire de l'idiot", una mano pequeña y blanca se posó sobre la página.
-¿Tienes mucho esperándome?
-Nada más media vida.

De nuevo las tarántulas, pero esta vez también Dalila. Estaba tomando mi orden y comenzaban a salir de su boca. Negras y obscenas bajaban por su cuello y sus brazos y se posaban en la mesa, frente a mí. Entonces formaban parejas y comenzaban a copular, indiferentes copulaban pero yo sabía que todo era un montaje para que el asco y el horror me llevaran al límite. Antes de despertar miré a Dalila y, mientras acariciaba a una, la más grosera de todas, me preguntó si mi café lo quería negro.

Hoy pasé por Dalila a su trabajo. Todo iba bien. Ella me contó alguna historia que no entendí sobre una compañera suya. Yo estaba de excelente humor, casi exultante. Sin embargo, después de andar un par de cuadras, sonó su teléfono.
-Es mi papá.
Contestó y, después de tres o cuatro monosílabos, colgó. Entonces, no sé por qué, la recordé acariciando arañas, indiferente a mi terror. Lo que siguió me apena. Fui muy brusco.

Terminé de escribir una carta. En ella le pido a Dalila, encarecidamente, que me perdone. La frase "no sé qué me pasó" se repite hasta el hastío. Además, para borrar mi error, la invité a cenar y la prometí una sorpresa. Pienso dejarla en la fonda para que se la entreguen.

Estoy a punto de salir para pasar por ella a su trabajo. Afilé mi navaja y me rasuré. Una cena con Dalila bien merece que me deshaga de esta pinta de poeta maldito. Para completar el cuadro, voy a estrenar desde los zapatos hasta la camisa. En esta transformación (que ella me había sugerido) consiste la sorpresa. Asimismo, pienso sincerarme con ella. La felicidad, pasada por el cedazo de las mentiras, no vale nada.

Cuando la felicidad llega, hay que tener miedo, porque detrás, agazapada y silente, viene emboscaba la desgracia. A la desgracia le gusta tomarnos desprevenidos, pero no por debilidad (igual podría llegar echando cohetes y marchando) sino porque le provoca un placer perverso el ver nuestro gesto sorprendido, incrédulo.
Entonces, te clava zarpas y dientes y te arrastra a los bajos fondos de la desesperación.
Igor Weill es la desgracia. Siempre he creído que pronunciar su nombre, ya no digamos escribirlo, es la manera más efectiva de originar toda clase de calamidades. Pero ya no me importa. Hoy sé la verdad. Hoy conozco mi destino y sus líneas e intersecciones como sólo Dios debería conocerlas. Hoy sé, con una certeza dolorosa como una luz que desnuda obscenamente todo lo que toca. que he sido un estúpido.
Dalila faltó a nuestra cita. Desde un teléfono público la llamé y me contestó su padre. Colgué. No necesitaba explicaciones. Una risa cruel se apoderó de mí. Y reí, reí histérico, impúdico, mientras me dirigía al hotel Aldama. Reí y al reir ya no hubo más cabos sueltos. El dibujo se completó y supe que mi pequeña esperanza de la última semana era parte de ese dibujo. Y reí mientras recordaba las palabras de Igor Weill diez años atrás.
<<La compasión es un a lujo que sólo los Dioses pueden permitirse>>
Yo perdoné a Igor Weill. Esa fue mi afrenta.

No recuerdo haber dejado la jaula abierta. La rata ya habrá escapado.
Ecce homo. En estos últimos momentos antes de su llegada, he decidido hacerle frente. Hasta ahora todo tenía plena justificación. Después de todo, mi mujer y mis amigos eran extensiones de mi persona. Suprimirlos era suprimirme poco a poco. Eso lo entiendo. Pero Dalila no era nadie. Era, eso sí, lo más parecido a la redención. Su muerte es injustificable. Por eso decidí no dejarme matar como un perro. Igor Weill va a saber que, a despecho de las apariencias, aquí aún hay suficiente hombre como para hacerle pasar un mal rato. Ecce homo, Igor Weill.
Casi puedo imaginarte caminando por las calles de esta ciudad. Me pregunto que hicieron de ti diez años. Quizás engordaste y perdiste el cabello. Lo que estoy seguro que continúa igual, es esa mueca, esa crispación de tus labios como si la vida te diera asco.
Aquí te voy a esperar con las luces apagadas y la navaja de mi padre abierta. Ven a mí, desgracia, soy como una tarántula destilando veneno desde un hoyo. Ojalá te guste lo que te he preparado. Ven a mí, hermano en el odio y el miedo, y dame un último abrazo de sangre.
Voy a apagar esta luz. ¿En dónde estará la rata?

No hay comentarios.:

Publicar un comentario