Si te enteraras que mi mente insiste con la idea absurda de que este parque era solamente para nosotros. Que nuestras risas eran su voz. En realidad son bastantes los pensamientos que en este momento no tienen ninguna validez, pero que quisiera que conocieras. Pero no, tu ausencia está viva y poderosa. Y ahora este parque no tiene la misma lucidez y el mismo encanto que tenía mientras permanecíamos los dos juntos.
Nunca habías visto un parque tan bien ubicado en la parte baja de una montaña. Allí observábamos un pequeña parte de la ciudad. El declive de su superficie nos ofrecía el mejor espectáculo. Aunque a mi parecer, aquel espectáculo (árboles que arrojaban hojas secas a nuestros rostros, la ciudad desde lo alto, las personas con sus mascotas, el cielo jugando con sus rayos y su lluvia) pertenecía a un segundo plano mientras hablábamos, siempre era tu sonrisa el mejor paisaje. Pero no puedo dejar de admitir que este inolvidable parque, singular por el hecho de ser el único lugar en el que nunca discutimos, ahora es un lúgubre territorio, es el resto de gritos ausentes, de risas muertas y de besos que ahora sólo existen en mis sueños (por lo menos aun existen).
Y nuestros juegos, que consistían en rodar por el césped y llegar mareados a una zona plana del parque. No importaba el chichón que se formó en mi cabeza, algún sábado de agosto; no, no importaba; lo válido era el ruido de tu risa luego de mi golpe. Tus ojos mojados de tanto reír. Te sonrojabas y te decía que respiraras profundamente, que los árboles te ayudarían mientras el pequeño mirlo te observaba.
Con tus veintiséis años odiabas que te molestara con pedacitos de pasto que arrancaba, "Madura, joven loco" me decías, y yo te contestaba, "¡No moleste, niña margada".
El parque, el parque.
Aquí nunca discutimos. Cualquier persona que nos observó, tuvo que haber pensado que eras la señorita más agradable de la ciudad. Y aquella persona no encontraría en sus imaginaciones esa mujer que, en ocasiones, fuiste. No, no hablaré de eso. Quiero que volvamos al parque, no importa el hecho de que lo hayamos visitado poco. Eso no importa. En este bello lugar te conocí. Estabas con tu primita y le decías "Linita, asusta esa paloma de allá" y ella corría rápido reventada de la risa y las asustaba. Bueno, salían volando por su seguridad, porque ella era también bella. Tenía los ojos como los tuyos. Pequeños y negros, recién salidos del mar dulce de las cosas bellas. A esa hora, yo estaba sentado en una banca y acababa de terminar el trabajo. Aburrido, empecé a fumar. Creía que observaba todo el alrededor, pero lo cierto es que trataba de encontrarme. Sin embargo tu primita gritó y volví mi mirada hacia ustedes y ella no paraba de llorar. Le vi la frente raspada y con un pequeño índice de sangre. Así que aproveché y te ofrecí una cura (he de mencionar que vendo artículos para clínicas y droguerías) y ella no paraba de llorar. Me agradeciste y yo te respondí con un tímido "tranquila". Y era el momento preciso para preguntarte el nombre de la niña y de una vez por todas terminar de contemplar el castaño de tus cabellos que se sacudían con el viento furioso. Y al observarte bien, quedé estupefacto con la hermosa combinación de tus labios carnosos y la dulce voz que salía de tu boca.
— Linita, ¿y tú eres nuevo aquí? —dijiste
— Es mi segunda vez, apenas descubro el parque —dije
— Es un parque hermoso. Nosotras lo visitamos cada fin de semana.
Linita ya no lloraba. Se incorporaba en la rutina de espanta palomas. Hablaste por unos diez minutos, hasta que te llamó alguien, persona de la cual nunca quise preguntarte, y le dijiste que ya salías para ese lugar, que le querías. No me preocupó.
Por la razón de mirarte y escucharte, decidí ir cada sábado por lo menos diez minutos después de terminar mi trabajo –que no amé-. Te encontraba casi siempre y hablábamos de todo mientras Linita jugaba con otros niños. Sobre las dos de la tarde comprábamos Sándwiches de pollo. Al rato, bajábamos al planetario y amabas comer chocolatinas mientras el locutor te explicaba los nombres de todas las constelaciones del universo. Quizás lo triste vino unas pocas semanas después. El padre de ella te pidió que se la llevaras con una hermana viuda, y que con ella regresara a Cartagena, ciudad en la que él está desde hace tres años con una mujer y un joven.
El primer fin de semana sin Linita te pregunté por la madre de la niña y lloraste, luego me abrazaste y dijiste que ella había muerto en el parto. Volviste a llorar por lo infeliz que podría ser Linita sin ti. Extrañabas contarle cuentos en las noches y hacerle la Lasaña que ella repetía.
Fue difícil superar la ausencia de la niña. Dijiste que no dejara de acompañarte en el parque los sábados. Que estabas sola, en un apartamento, traduciendo textos en francés y tomando café. Que merecías un poco de compañía. Que te besara. Te besé en los restos del carrusel que quedaban en el parque. Carrusel, que adorábamos, ¿cuál otro parque en el mundo podría tener los restos de un carrusel para niños?
Algunos fines de semana después, ya con nuestras miserables vidas explicadas al otro, empezamos a leer poemas en las latas del carrusel. Si llovía, leíamos a Alejandra Pizarnik. Nos encantaba Alejandra. Si no, a Rimbaud, a Shelley o a otros románticos. Lo hacíamos por una hora. Luego, tocábamos los árboles, y nos recostábamos sobre ellos. Allí me contabas cuentos que te inventabas a la perfección. Al mirar la ciudad la ciudad, contaste una historia de un perro que suplicaba comida a toda persona que caminaba por su lado. La contaste con tanto amor, que ese día me dibujaste en el aire lo gris y mal oliente que es la personalidad humana. Contabas tus historias, como si fueras testigo de ellas, como si fueras la muerte esperando el momento indicado.
Recuerdo cómo decías, en cada encuentro, que este era el parque con la mejor vista. Mejor vista, qué expresión tan diminuta ante lo que veíamos. Ante el olor de mis suspiros fugaces. El viento, siempre amante de tu cabello como yo, lo acariciaba todo el tiempo.
El viento, el viento.
Y aunque las visitas en la noche fueron cortas, eran mágicas. Las luces naranjas de la ciudad rayando todo objeto e individuo. El olor indescriptible de la noche. El olor del frío. Fumamos en las escaleras, y escuchamos a Fito Páez y a Gustavo Cerati. Después hicimos el amor. En la cama dijiste cosas bellas. Me dijiste que era impresionante que yo apareciera de la nada en ese parque que tanto amaba. Y yo te dije que algo me condujo allí. Sonreíste y me besaste (en ese instante no supe que ese beso sería el último que me darías).
***
Lleva meses sin saber de ella. El teléfono está fuera de servicio.
Un día, desesperado después dos semanas sin verla, la buscó hasta el lugar en el que vivía. No había nadie ni nada en el apartamento. Preguntó por ella a la vecina de en frente y esta le dijo que lo único que vio fue una pequeña mudanza días antes. Salió corriendo del edificio, y se fumó un paquete de cigarrillos. Renunció al empleo y gastó el poco dinero que tiene en whisky y en una novela policiaca. Esa noche inició con la novela policiaca. No logró concentrarse y la dejó tirada en el piso.
Ahora, ubicado en la banca del parque, fuma, fuma. No quiere recordar nada de ella. Pero la ausencia presiona su pecho y le lanza flechas con recuerdos que nunca serán reminiscencia. Observa a una mujer con un niño y no puede evitar pensar, también, en Linita. Sus ojos se convierten en una débil cascada de lágrimas. Recuerda tantas cosas. En su libreta, escribe todo lo que piensa como si fuera una carta para ella. Como si estuvieran mirándose en este momento.
Compra dos paquetes de cigarrillos y medio litro de aguardiente. Está de nuevo, en su pequeña posada. Observa por la ventana el asqueroso humo de los carros y de las fábricas. Mientras enciende un cigarrillo suena el teléfono.
Es ella. Le dice que la disculpe por no advertir su ausencia. Él está en silencio, con los ojos tan abiertos como nunca los tuvo. Tan sólo pregunta "¿por qué". Ella le dice que está en una visita especial, una visita con Linita. Dice que regresará con ella, que obtuvo la custodia de la niña sin mayor objeción del padre. Por último le pide que les haga lasaña para el almuerzo de mañana. Ella suelta la carcajada. Él ríe, pero aun no lo cree. Alcanza a pensar que es un sueño.
Al finalizar la llamada se impacienta y decide caminar de nuevo por el parque. Lo siente diáfano y tan bello como antes. Logra entender los primeros cuatro capítulos de la novela policiaca. Pasa la noche feliz, sin creer todavía en el regreso de los bellos encuentros en el parque.
***
La mañana está fría. Es domingo y está enérgico (nunca lo estuvo antes un domingo en la mañana). Decide hacer la lasaña. Enciende la radio y se prepara. Escucha No dejes qué de Caifanes. Se termina la canción. Un locutor lee rápido una noticia nacional que sucedió en la última media hora. La noticia es sobre un accidente entre un bus y un carro particular. El bus, llevaba 25 personas que regresaban a Bogotá. 15 muertos, entre ellos 3 niños, y cuatro heridos. Las cinco personas del vehículo particular están muertas. Dicen que la causa fue un considerable exceso de velocidad del carro particular.
Ahora él, trémulo, piensa en ellas. Nunca estuvo tan nervioso. Ellas llegarían a las dos de la tarde, son las cinco y no hay ningún indicio de cercanía a la ciudad. Entonces fuma y se toma dos tragos. Pasan en promedio tres horas y entra una llamada.
Un hombre le informa, incómodo, que un hecho lamentable se ha presentado con personas que conocía.
Ya tenía los ojos inundados.
La niña, identificada como Lina María Hernández, continúa el hombre, ha fallecido. Y la mujer, identificada como Maité Hernández, está inconsciente por un fuerte golpe en la cabeza, pero que es probable que despierte en unas doce horas. Le dice que las dos serán trasladadas al Hospital del centro de la ciudad de Bogotá. "Condolencias y agradecemos su presencia en el hospital", dice.
***
Pensó en Linita. Golpeó su cabeza contra la pared una y otra vez. Tiró platos, vasos y cuadros por el piso. Suspiros con color de muerto. Suspiros negros. No había pájaros cerca de la ventana. Todo estaba muerto a su alrededor, él se creía muerto. Lágrimas se rompían en sus labios. Pensó en la cura que regaló el día en que las conoció. Pensó en sus diminutos dientes.
Partió al hospital y, con el alma en hecha trizas, la identificó. Suspiró "serás, por el resto de mis días, mi pequeña compañerita", y la besó en la frente. Luego, fue al cuarto en el que estaba ella. Aun estaba dormida. Tenía raspaduras casi que en toda la cara. Aun así, estaba bella. Era paradójico que tuviera la ventana del cuarto estuviera abierta y el viento no dejara de jugar con su cabellera.
Durmió un par de horas en la silla de la habitación. Ella despertó llamándolo. Por prohibición del doctor, él no le contó nada sobre Linita. Dijo que no se sabía nada de la niña todavía. Ella se preocupó. Le dieron de alta hasta la madrugada. Al salir del hospital, le dieron la noticia. Entonces se derrumbó en el pisó y gritó como si se estuviera quedando sin aire en una armario. Se desmayó.
No hablaron en el taxi. Ella dirigía la mirada a sus recuerdos y buscaba a Linita por todas partes, buscaba a su espanta palomas y la abrazaba, siempre la abrazaba. Y en su imaginación le decía que pronto se encontrarían, que la amaba. Y la niña sólo decía, te quiero, te quiero, y quiero un helado de fresa.
Pasaron cinco días y el silencio se adueñó de su mundo. Caminaron por el parque solamente una vez. No detallaron que ya no estaban los restos del carrusel. Miraron el cielo por cinco minutos. Ella, con la voz más dulce de todas, dijo un angelical "gracias". Se dirigieron a la casa de él. Hubo insomnio. Él logró conciliar el sueño después de varios minutos eternos. Ella entró al baño y encontró pastillas que él nunca logró vender. Antes de tomarlas escribió en un pedacito de papel:
HABRÉ DE QUERERTE POR MUCHO TIEMPO, SIGUE MIRANDO EL CIELO
QUE ALLÍ ESTARÉ, OBSERVÁNDOTE…CON AMOR, MAITÉ.
Tomó treinta y cinco pastillas y se arrojó a un sueño profundo y espeso. Se entregó a la muerte, como si se conocieran desde hace mucho, como si fueran amigas.
Él con poco asombro, la encontró después de cinco horas. La abrazó, besó el papel y la cabeza de ella, con el mismo ritmo con el que besó a Linita.
Esta mañana, desayuna. Solamente enciende cigarrillos. Parte hacia el parque. Llora, en silencio, llora. El paisaje está gris, casi negro, aunque haya sol. Pasa volando un mirlo. Pasan cinco más. Saca la libreta y termina de escribir la carta para Maité, la que había iniciado antes de su despedida. La firma y antes de arrancarla, la titula Nuestro parque. La clava sobre el césped. Al otro día vuelve al parque. Concluye que la carta se la llevó ella, en la noche, con la ayuda de su interminable amante, el viento.
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