: Cógeme


Nombre*:Carmen Flores Mateo
Género*:Desvarios
Título*:Cógeme
Cuento:
La chica dobló la esquina y vio al fin el mercado delante de ella. ¡Menos mal!, había estado media hora dando vueltas por todo el barrio sin poder encontrarlo. Hacía apenas dos semanas que había conseguido el trabajo de periodista que tanto deseaba, y la enviaban a un mercado de barrio perdido de la mano de Dios a cubrir no sé qué noticia de unos libros que aparecían misteriosamente cada año diseminados por todos los puestos… ¡Vaya plan! Sus compañeros persiguiendo famosos y cubriendo cócteles y estrenos, y ella buscando a fantasmas que regalaban libros… En fin.

Antes de entrar dio una vuelta al mercado, que ocupaba una pequeña manzana, para hacer alguna foto del exterior. Un mercado normal, de piedra —bastante sucia, por cierto—, con gente que entraba y salía cargada de bolsas y carritos de la compra, su guarda de seguridad —gordito y calvete— en una de las puertas y su correspondiente mendigo pidiendo monedas a la gente en otra.

La chica sacó del bolso el libro que había traído. Era un Lazarillo de Tormes gastado y viejillo. Abrió la primera página y leyó una vez más el mensaje por el que la habían enviado a ella allí.

"Estimada persona que ha encontrado este libro. A partir de ahora te pertenece. Sólo te pido que, a cambio, cuando lo hayas acabado de leer, vuelvas a abandonarlo en un sitio público y visible para que otro lector pueda disfrutarlo."
Y debajo, en bonitas letras en cursiva, como si las hubiese escrito un escribano antiguo: "Cuando muera la ilusión de disfrutar los libros, morirá la esencia del ser humano".
Estos eran los mensajes que todos los años se reflejaban en los veinte o veinticinco libros que, cada 23 de abril, aparecían misteriosamente diseminados por el Mercado de Villacerrada, enfrente del que se encontraba. Llevaba casi quince años pasando, y nadie le encontraba explicación. Cada 23 de abril, cuando los empleados abrían las puertas del mercado para preparar su jornada diaria, encontraban libros apoyados en la pared, cuidadosamente colocados encima de las naranjas de la frutería, sobre el mostrador de la panadería o incluso en el suelo, en los pasillos del mercado. Todos tenían, aparte del mensaje que alguien había escrito en su primera hoja, un pequeño papel sobre ellos que decía "Cógeme". La primera vez que pasó, pensaron en recoger simplemente todos los libros, pero alguien insinuó que no eran dueños de hacerlo, que aquellos libros eran para "la gente", así en general, y que debían dejarlos donde estaban para que cada uno encontrase su dueño, no fuese a ser que no hacerlo les trajese una maldición... Y así fue durante quince años. Cada 23 de abril, los libros aparecían, e iba apareciendo la gente que estaba destinada a recoger este o aquel otro. Ningún codicioso aprovechaba para llevarse varios, pero todos salían con su libro bajo el brazo y una sonrisa en la cara.

La chica entró, saludando al guarda de la puerta.

—Buenos días. Mire, éste es el mercado en el que aparecen los libros misteriosos, ¿verdad?

—Buenos días señorita. Supongo que sí, pero llega un poco pronto… un día pronto, para ser más exactos. Los libros siempre parecen el 23 de abril, es decir, mañana. Es el día del libro, supongo que ya lo sabe.

—Pues claro que lo sé, soy periodista —dijo ella con autosuficiencia. —Y usted no sabrá quién es el "fantasma misterioso" que los deja ahí, ¿no?

—Yo no creo en fantasmas, señorita. Pero puede preguntar al resto de trabajadores —dijo con una sonrisa irónica. —Igual tiene más suerte con ellos…

La chica, viendo que poco iba a sacar de allí, entró en el mercado y empezó a preguntar a clientes y vendedores. Les enseñaba el libro que llevaba en la mano y el mensaje que había dentro. Muchos sonreían, conocían la historia hacía años, era parte de su barrio, y muchos habían conseguido tener en sus manos aquellos libros misteriosos que, por supuesto, después de leer habían vuelto a dejar abandonados para que otra persona los encontrase. Otros no fueron tan simpáticos con ella… Uno de los fruteros la mandó directamente a freír espárragos —trigueros—, y el carnicero le dijo que dejase en paz las cosas que no era capaz de entender, "bonita". Habló con una clienta, una señora de unos cincuenta años, que le dijo que no mencionase esas cosas en voz alta, que daban mala suerte. La señora estaba convencida de que era un fantasma quien dejaba todos aquellos libros, y de que, si te llevabas uno a casa, te caía una maldición…

Tras dos horas recorriendo el pequeño mercado, intentando hablar con todo el mundo, abordando a todos los clientes… sólo había conseguido que la panadera le invitase a un café y que el hijo del charcutero le diese su teléfono mientras le guiñaba el ojo. Hizo alguna foto del interior del mercado, más que nada para demostrarle a su jefe que había estado allí, guardó el Lazarillo de Tormes de nuevo en su bolso y salió, con el rabo entre las piernas y las orejas gachas, sabiendo que había fracasado estrepitosamente y jurándose que no volvería a pisar aquel barrio a no ser que fuese por una noticia de Pulitzer… cosa que dudaba mucho.

El guarda de la puerta la despidió con un gesto de cabeza y una sonrisa de medio lado. Pobre chica, al menos lo había intentado. Él mismo llevaba años y años queriendo averiguar quién dejaba aquellos libros, sin conseguirlo. Incluso había solicitado cámaras de seguridad en el mercado, pero claro, el presupuesto no daba para eso… Sujetó la puerta mientras los últimos clientes iban saliendo y poco después los comerciantes empezaron a desfilar también por la puerta, como cada noche, tras cerrar sus puestos hasta el día siguiente.

Cuando todos hubieron salido, cerró las verjas y recorrió los pasillos, comprobando que no había quedado nadie dentro del mercado, ninguna luz encendida ni se había colado ningún gato del barrio. Tras esto, se despidió del mendigo que se refugiaba en una de las puertas del exterior. Jorge, se llamaba, y alguna vez le había contado su triste historia, triste como la de tantas y tantas personas sin hogar…

—Otro día más Jorge. ¿Has comido algo hoy?

—Eah, pues otro día. Sí, sí, no te preocupes. Oye, ¿te importaría si dejo mi carrito con las cosas dentro del almacén de la limpieza? Así no tengo que ir cargado con él, y me da miedo dejarlo aquí fuera y que me desaparezcan las cosas… Llevo mantas muy buenas ahí.

—Claro hombre, pasa, pasa. Cuando lo dejes cierras la puerta, como siempre, y mañana vente a por él cuando quieras, yo a las ocho estoy aquí.

—Gracias tío. Hasta mañana.

Jorge empujo su carrito tranquilamente y lo dejó al lado de las escobas que una señora utilizaba por las mañanas para limpiar el mercado. Comprobó que el guarda ya se había ido y apartó la manta que cubría el carro. Cogió un gran brazado de libros y apartó una estantería del almacén. Detrás, disimulada, una puerta pequeña por la que tuvo que pasar agachado. Salía directamente tras el mostrador de la pescadería. Fue por el mercado tranquilamente, echando varios viajes a su carrito a por libros, dejando uno apoyado en la vitrina de la mortadela, otro sobre la fuente de agua del pasillo, uno en la balanza de pesar de su frutero favorito… hizo incluso una torrecita de libros en el cruce de las dos calles del mercado, justo en el centro de éste.

Cuando acabó de repartirlos todos, volvió al almacén cerrando la puerta oculta y tapándola de nuevo con la estantería, salió a la calle y se aseguró de que la puerta exterior estuviese bien cerrada. Se fue, como cada 22 de abril, desde hacía muchos años, con una sonrisa en los labios, anticipando la ilusión del día siguiente cuando la gente descubriese una vez más los libros, y sabiendo que tenía otro año completo para ir recolectando libros abandonados de papeleras y contenedores. Libros que la gente tiraba, que creía que no necesitaba, y que no merecían morir así. Que necesitaban una segunda oportunidad —o una tercera, o una cuarta…—, y a los que sólo él podía dársela.

Se fue con su sonrisa en los labios: "Cuando muera la ilusión de disfrutar los libros, morirá la esencia del ser humano".


No hay comentarios.:

Publicar un comentario