Cuento: |
Día complicado para José. La recaudación era poca, los clientes escaseaban y las necesidades apremiaban. Sólo había hecho doscientos pesos, los suficientes como para cargar combustible y asegurar dos días de alimentos para su familia. Había que recoger otro pasajero, no se los había tragado la tierra, se repetía ansioso. Bajaba y subía la ventanilla, prácticamente no miraba el camino, sólo a sus costados para que ningún brazo en noventa se le escapara. De repente lo vio, algo lejos, pero era un hombre bajo que le hacía la clásica seña para usar su servicio. Enfiló el lustroso Ford Falcon, y antes de bajar la banderita del taxímetro, lo advirtió. No era humano ni extraterrestre, era el muñeco fabricado con silenciador de una casa de ventas de caños de escapes. Frustrado siguió rodando, pensando que doscientos pesos no eran mucho, pero tampoco un fracaso. A veces, la miga del hoy es abundancia en el mañana. A eso lo hace posible el esfuerzo y la esperanza.
Antes que el sol se escondiera, como las ganas de hacer otro viaje, José lo ve. Esta vez sí era un hombre que le hacía señas. No tenía buena traza, ni pinta de laburante, más bien de rufián, pero al asiento trasero todos lo pagan por igual. Subió el hombre bastante deprisa, se colocó detrás de José, haciéndose invisible para el retrovisor interno. Solicitó una dirección, un poco alejado de la ciudad. Antes de llegar, lo que José temía sucedió. En zona despoblada el malhechor sacó una navaja y le exigió el dinero. José abrió rápidamente la puerta y se bajó. No le sacarían lo recaudado tan fácilmente, porque él se debía a sus hijos y no a los caprichos del matón. Víctima y victimario se miraron temerariamente en el descampado...
- ¡Dame la guita o te rebano!
- Vení a buscarla y te hago tragar la navajita.
El caco pensó "O es otario o tiene buena plata", y motivado por el segundo pensamiento se abalanzó sobre José. El taxista previendo la estocada se puso de perfil, como le habían enseñado en el servicio militar, y cuando el delincuente tiró el sablazo al vacío, José aprovechó para pegarle en el brazo, haciendo que la cuchilla se perdiera en el pastizal. Los dos, furiosos, se trenzaron a golpes, uno defendiendo los doscientos pesos apretujados en el bolsillo izquierdo del pantalón, y el otro saboreando un triunfo inminente. José creyó que la vida se le iba, cuando sintió que la mano ruin del malandra se introducía en el bolsillo izquierdo de su pantalón. Se pusieron de pié, el ladrón reconsideró la situación... quizás no valía la pena tanto esfuerzo por apropiarse de lo ajeno. José, desencajado por la bronca increpó:
- Devolveme la guita.
- No te doy nada.
- Dame la guita o te muelo a patadas.
- Dejate de joder, no te doy nada.
Y ahí nomás, con fuerzas que nunca creyó poseer, José tomó al malandrín y lo tumbó al suelo, y con certeras trompadas y sin mediar defensa, lo dominó.
- Devolveme la guita ¡te digo!... o te sigo dando.
- Tomá, tomá, pero no me pegues más.
- ¿Que me das?, ¡cincuenta lucas!, no, no, dame todo.
Y el osado ladrón, postulando cosas incoherentes para José, esgrimía sus argumentos.
- ¿Pero qué pretendes?, ¿ganar más que yo?... toma esto, es lo único que te voy a dar.
Y José volvió a pegar, y el ladrón terminó por soltar el dinero.
Así fue que el ladrón huyó nuevamente de otra historia, esta vez sin su botín. Y así fue que José se volvió con el dinero recuperado caminando hacia su taxi. Antes de abordarlo se acomodó las ropas, y en el momento justo en que iba a depositar la plata en el bolsillo izquierdo del pantalón, descubrió que todavía allí, bien apretaditos en el fondo estaban sus doscientos pesos.
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