Cuento: |
Mi cielo particular, mío y de nadie más. Me lo regaló mi abuelo, esa persona sabía y tranquila a la que visitábamos cada fin de semana. Vivía en el campo, en una pequeña cabaña y un gran jardín con un pozo seco en el centro, flores por todas partes, algunos árboles y un pequeño huerto que llenaba nuestro maletero de frutos a la vuelta. Lo mejor era la noche, "El cielo de tu campo le gusta más a las estrellas", le decía yo siempre al ver tantas y tan brillantes tapar prácticamente todo. Él sonreía, asentía y acababa asegurando: "siempre vienen más en fin de semana, como vosotros".
Mi abuelo siempre tenía respuesta a todo, nunca estaba "muy ocupado", no tenía televisión, siempre hablaba calmado y prestaba atención. Yo sabía que era muy mayor, pero no parecía un adulto, no al menos como los demás.
"¿De quién es el cielo abuelo?", se me ocurrió preguntarle una noche. "De nadie y de todos", respondió. No me gustó la respuesta, yo quería tener el mío propio, como tenía mis juguetes, mis muñecas, mis vestidos. Mi abuelo me miraba y me decía sonriendo: "No todo puede ser de uno solo, hay cosas que no son de nadie y al mismo tiempo son para todos". Yo no le entendía, seguía con mi pataleta y mi egoísta deseo. Entonces me cogió de la mano, "Vamos a hacer una cosa" dijo decidido, y me llevó hacia el pozo seco de su jardín. "¿Quieres tu propio cielo?", me preguntó, "Siii" contesté rápida, y continuó: "¿Ves este pozo?, lleva seco muchos años. El agua que necesito lo traigo con ese carro, llenando garrafas en la fuente camino arriba, a unos diez minutos. Si cuando vienes, dedicas un tiempo a ir a por agua y echarla en el pozo hasta llenarlo, te daré tu propio cielo".
Tuvo que contenerme para no ir en ese mismo momento a por el primer cargamento de agua, "Tendrás que esperar a la mañana" decía a carcajadas. Al amanecer ya estaba dispuesta a ese primer viaje. Era más duro de lo que esperaba, costaba subir el carro camino arriba hasta la fuente, me impacientaba la lentitud con la que se llenaban las garrafas y costaba aguantar el carro que no se me escapara camino abajo. Él me observaba a diario, me veía pasar y repetía: "Puedes dejarlo cuando quieras, pero no tendrás tu propio cielo". Y lo pensé muchas veces, sobre todo cuando dejaba caer el agua en el pozo pero apenas veía que subiera nada su nivel. Pero el premio y mi orgullo me mantenían ocupada al menos tres horas al día, dos días a la semana, en llenar ese pozo, hasta convertirlo ya en costumbre y finalmente en agradable ayuda al campo de mi abuelo, olvidando casi el motivo por el que lo empecé.
Al tiempo, mi abuelo enfermó, no se levantaba de la cama y le costaba hablar. Mis padres siempre estaban tristes, aunque el abuelo tenía una permanente sonrisa, ellos no parecían ver nada bueno en su estado. Me llamó agitando su mano para acercarme a su lado, y con esfuerzo, pegando el oído a su boca, pude oírle: "No dejes de llenar el pozo, pronto tendrás lo que querías". Y así lo hice, empezaron las vacaciones y casi todos los días estábamos allí, porque mis padres se encargaban de cuidarlo y él no quería ni venirse con nosotros a casa en la ciudad ni ser hospitalizado.
Hasta que llegó el día, una mañana ya no despertó. Durante dos semanas no volvimos al campo. Pero a la siguiente mis padres decidieron volver cada fin de semana y mantenerlo limpio y presentable. Yo continué con mis viajes a la fuente para el llenado del pozo. Ya podía verse el agua a apenas a dos metros del borde. -No podrá darme mi propio cielo mi abuelo- pensaba, pero no importa, acabaré llenándolo para que esté orgulloso de mí.
Y así en unos días más conseguí llenarlo, hasta incluso mojar las piedras planas que hacían de borde. Me felicitaron mis padres con lágrimas en los ojos, sé que por el recuerdo de abuelo. Lo celebramos comiendo junto al pozo, con postre especial. Fue un gran día, y la emoción no me dejó dormirme pronto aquella noche. Me asomé a la ventana, la luna y las estrellas brillaban más aún en mis húmedos ojos, baje la vista y… ¡No lo podía creer!, ¡allí estaba!, corrí escaleras abajo, abrí la puerta y me dirigí al centro del patio, donde me esperaba mi propio cielo. Estaba en el pozo, que ahora lleno reflejaba una parte del cielo con su luna. Mi propio cielo, como me prometió mi abuelo si conseguía llenarlo.
Su lección de vida me dio mi propio cielo, y es la lección de vida que doy a mis hijos, si quieren sus propios cielos, deben hacérselos, merecérselos.
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