Cuento: |
Aquel hombre caminaba de una forma muy extraña, iba vestido con una gabardina marrón y un sombrero a juego, y en la espalda tenía un bulto sospechoso ¿Qué debía ser aquello? No hacía para nada el aspecto de una joroba, puesto que el cuerpo lo tenía totalmente recto, más bien parecía como si llevara una mochila bajo la gabardina.
Andaba balanceándose sobre sus dos pies que parecían estar pegados, de derecha a izquierda, y no abría su boca para nada, si que movía los ojos pero la boca permanecía todo el tiempo cerrada.
Había intentado varias veces entrar en el museo a robar, y parecía que lo único que quería de él era una minúscula esfera azul, que habían recatado de un naufragio.
Yo no entendía mucho de arte la verdad, llevaba años trabajando en ese museo como guardia de seguridad, pero el arte no entraba dentro de mis aficiones.
Esa esfera azul según mi punto de vista, no parecía valer mucho, además desde el primer día que la habían trasladado desde el fondo del mar hasta su urna particular, había menguado considerablemente de tamaño, antes era igual que un balón de fútbol y ahora era incluso más pequeña que una canica.
Aquel hombre era extremadamente resbaladizo, no me refiero solo a su habilidad por escabullirse del museo sin que yo pudiera apresarlo, sino también al tacto de su piel, que era muy pero que muy viscosa.
Al mes de estar la esfera en el museo, ésta comenzó a darme sueño, y me dormía casi sin darme cuenta, en esos sueños veía como la esfera se elevaba, atravesaba la urna rompiéndola y se multiplicaba en tres esferas más de su mismo tamaño. Las cuatro esferas estaban separadas a una larga distancia las unas de las otras, entre medio de ellas se abría un pantalla gigante flotante con la ayuda de las cuatro esferas, que componían sus cuatro esquineras.
En esa pantalla se narraba la historia de una ciudad submarina.
Una ciudad en donde todos los habitantes eran peces, pero peces que caminaban como hombres, que hablaban como ellos, incluso razonaban. En sus armarios todos ellos tenían gabardinas marrones, sombreros a juego y máscaras de hombre, todas eran iguales, y al lado había bombonas de oxígeno. Algunos de esos peces estaban largos en sus camas o cunitas, tiritando de frío y muy, muy enfermos, tenían una erupción verdosa y grumosa por casi todo su cuerpo. Las aletas se les estaban desquebrajando y doblando.
En el centro de aquella ciudad, había una urna de cristal, de ella salían filamentos de alambre que se anudaban a los tejados de cada una de las casas. A su alrededor estaban algunos peces sanos arrodillados ante ella, diciendo:
-¡Oh, esfera azul! ¡Fuente independiente de nuestra vida! ¡Vuelve, te necesitamos!
Al despertarme de esos sueños medio atontado comprobaba la posición de la esfera, y era exactamente la misma de siempre. En una ocasión, me desperté un poco antes de que el sueño llegara a su final, y vi con mis propios ojos como la esfera menguaba frente a mí, a causa de una lágrima de tristeza que había mojado su plana y redondeada superficie.
Cuando otra vez ese hombre extraño volvió a pasar por el museo le pedí que se quitara la máscara, como si supiera que yo sabía toda la verdad respecto a la ciudad sumergida y el verdadero origen de la esfera azul, me hizo caso y se la quito, y allí estaba yo, frente a un pez de mi misma altura. Le entregué la esfera sabiendo que él la necesitaba, que los habitantes de esa ciudad la necesitaban para poder sobrevivir, y que nosotros les habíamos estado robando su derecho a vivir al querer aguardar la esfera egoístamente.
Nadie supo nunca nada sobre la verdad de su desaparición, yo fui el único testigo y a la vez el único culpable, pero no me arrepiento, sé que hice lo correcto. Y lo pude confirmar cuando volví a soñar con esa ciudad sumergida, ésta vez el sueño fue provocado por el sombrero que se había dejado olvidado el hombre-pez, ésta vez pude ver a la esfera dentro de su urna de cristal, donde le correspondía, transportando rayos azules eléctricos por los filamentos de alambre, pude ver como las erupciones desaparecían, como las aletas volvían a estar en perfectas condiciones, y como los niñitos peces volvían a sonreír y a querer beber su zumo de algas dentro de sus biberones.
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