: Los cofres

Nombre*:Gabriela Ramos
Género*:Suspenso
Título*:Los cofres
Cuento:
Los cofres

Eran las cinco de la tarde y mi día había empezado temprano. Debía esperar tiempo para que llegara una tarde en la cual hubiera un hueco para mí. Digo, para mí: necesitaba poner en orden las cosas. Eso significaría limpiar la casa, estaba patas para el cielo y sucia; depilar mis piernas, hacía meses que no lo hacía; hacer comida casera, todos los mediodías y noches pancho o pizza; llamar a Christian.
Cuando lo conocí, medía un metro veinte. Jugábamos en la terraza del edificio, porque no habíamos tenido la suerte de nacer en un barrio con calles disponibles para jugar a la pelota. Nuestro edificio estaba entre dos avenidas, los autos eran peligrosos y la vereda, repleta de gente; los videojuegos eran para los días de vacaciones, no había computadoras y los locales de videojuegos, decía mamá, eran para atontar.
Lo que quedaba era ir por los pasillos, por las escaleras y ascensores del edificio buscándonos para salir del departamento. Eran casi siete los vecinos a quienes podíamos visitar. Todos tenían algo particular, como si cada casa guardara una metáfora del arma que guardaba Didí.
Un día, Christian no estaba en la casa de su abuela, entonces me fui a la casa de Didí. Ahí vivía Carla, había sido adoptada por un hombre policía y una mujer enfermera. Creo que era el emblema perfecto de ciertas imágenes terroríficas que prefiero no explicarme. Carla era adolescente y yo, una nena. Ese día me abrió la puerta y me miró seriamenteo a los ojos: tengo que contarte algo. Despacio, por esos pasillos oscuros con un resabio de lavandina y lavanda –mezcla que le daba aroma al emblema-, iba yo detrás de ella, en silencio y con cautela de puma, hasta la estantería. Ella puso su dedo en la boca para que yo hiciera silencio y señaló la puerta de la habitación de los padres, cerrada. Se puso en puntas de pie y agarró una caja. La abrió. Tomó una foto y amagó con una sonrisa pícara:
-Este es mi papá, cuando era joven.
Yo quedé consternada:
-¿Por qué está vestido así?
-Era policía. Mirá. –La mirada de Carla se transformó entre las luces verdes y azules de los reflejos de los jarrones y decorados, maléfica.
Era un arma.
También estaba la casa de Potota. Esa era la más atractiva de todas. La cocina siempre estaba limpia y olía a pachuli. En el comedor comenzaba la aventura: no se podía pasar. Todos los muebles del comedor se escondían en telas blancas y nilones. Pero eso era sólo el principio, porque lo más secreto estaba en las habitaciones. Ahí había muñecas. No eran muñecas comunes, tampoco maniquíes. Eran muñecas del tamaño de un niño de seis o siete años. Casi lo que medía Christian. Ella los vestía, les tejía y cosía ropa, la lavaba cuando era necesario y estaban paraditas ahí, frente a la cama matrimonial. Se susurraba que ella no podía tener hijos y que estaba prohibido acercarse a sus muñecos.
Había otras historias, de baúles, cofres. Pero quedaban ahí.

Tomé el teléfono:
-¿Christian, ¿estás bien?
-Sí, ¿nos vemos?
Le dije que sí y nos encontramos en un bar. Hablamos de los cofres y muñecas por largo rato. Los dos no podíamos dormir cada vez que recordábamos cuando Carla tomó el arma y se disparó en la boca y nosotros dos estábamos, ahí, parados, quietos: aterrorizados.


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