Cuento: | Como en la mayoría de los días,
el trabajo fue demasiado semejante.
El polvo y los charladores,
mugre y tráfico,
caras vacías y rellenas de nada.
No mucho por ser contado.
Los mismos cuatro idiotas,
no de siempre,
pero sí de hace un par de meses. Los otros tres y yo.
Semejante combo.
Hasta Bosa por la noche,
de madrugada,
en los rotos habituales.
Mucho ruido,
poca pola,
flacuchentas con sarro en los dientes custodiadas de grasosos melenudos.
Ya me había fastidiado de tener que andarme por allá,
nunca ocurrió algo lo bastante atractivo para dejarme perder del todo.
Señores,
bienvenidos a Las Vegas,
hogar de los desamparados,
de los malditos,
la casa de los pacientes con parafilia.
Lloren sus penas y no dejen de hacerlo,
ellas están aquí para ustedes y nosotros para ellas.
Entré después de todos.
Un negro grande y calvo palpó mis bolsillos,
me preguntó si traía alguna botella. No, pero ya llevaba el aliento teñido de alcohol.
Iba ebrio.
Lo mismo de siempre;
mesas rodeadas de cinco o seis tipos,
de todas las clases,
mirando culos batirse por todo el sitio,
luces rosas y destellos coloridos, música de moda y pingüinos ladrones atendiendo las mesas.
¡Qué maravilla!
No mucho te puedes llevar después de frecuentar sitios de estos.
A lo que vine,
por lo que fui convocado.
Levanté la mira en contra y sobre cada una de ellas.
Buscaba a la ideal,
a la chica perfecta,
a la que conjugara preciso con mi estado mental.
Sobre la mesa ya estaba el licor que nos embriagaría más.
El pingüino levantó el recipiente y repartió las copas desechables entre nosotros.
Dio unos golpes en el culo de la botella y giró la tapa.
Mientras tanto,
yo estaba esperando a verle la intención de tirar un chorro al suelo tan pronto lograra destaparla, para de inmediato detenerlo.
Las tumbas son para los muertos el chorro para sentirse bien.
Me miró mal,
dejando la botella sobre la mesa y se largó sin servir nada.
Me puse el delantal y serví en las copas.
Los demás discutían a quién elegir para que nos hiciera el show, incluido en la compra del aguardiente.
Miraban a todos lados y no se ponían de acuerdo:
La negra,
ese caballo,
la flaquita,
la mona está más buena…
Yo,
continuaba buscando a la puta ideal.
Serví unas tres o cuatro rondas más,
pero estos tipos no lograban elegir una chica de entre tantas opciones. Se habían rendido y conformaban la vista con los espectáculos que estaban llevándose a cabo en las mesas de alrededor.
Me serví una más solo para mí. Brindé en silencio;
la había encontrado.
Necesitaba ver de cerca el carácter y la degeneración que llevaba en sí.
Levanté la voz por encima del bullicio del lugar y sobre el silencio expectante de mis acompañantes.
Como seguían sin elegir señorita, sugerí a mi elección.
No pusieron gran rechazo y aceptaron sin vacilación.
Ahora trataba de buscar al pingüino con la mirada.
Pasaron algunos minutos antes de encontrarlo,
pero seguía sin perderla de vista. Esperé a que pasara por mi lado y cuando lo hizo,
lo tomé por un brazo y de inmediato bajó su oído hasta mi boca.
La señale y él asentó con la cabeza.
Cruzó el lugar en su búsqueda. Cuando llegó a la columna cilíndrica que le ocultaba parte del cuerpo,
se acercó a su oído y le dijo algo. El pingüino se empinó,
estiró el cuello lo más que pudo y nos buscó de entre del resto de mesas.
Luego,
volvió a ella mientras ésta se negaba a acceder a darnos el espectáculo contratado.
Él la tomó, con algo de brusquedad,
por el antebrazo e insistió en que viniera hacia nosotros.
Haló duro y se soltó del barrigón. Seguía sin moverse de su lugar y el tipo sin más se regresó.
¡Había pasado mi prueba!
Enseguida,
volví a desapretar la tapa del guaro y me serví una hasta el borde de la copa.
Bebí y arrugué las formas de la cara.
Me fui en busca de ella y en el camino me topé con el mesero, quien me iba a decir seguramente algo acerca de ella,
pero seguí de largo ignorándolo sin detenerme a escucharlo.
Traía puesta una ligera blusa que le daba apenas para cubrir sus pequeños senos.
Era delgada y no me superaba en estatura,
aunque por poco me igualaba.
Sus piernas estaban por completo cubiertas.
Su peso era sostenido por unos altos zapatos de tacón,
rojos con hebillas doradas.
Sus brazos cruzados la protegían de los ebrios clientes que no paraban de hacerle propuestas de trabajo.
Su mirada estaba gacha y cubierta de grumosa pestañina oscura.
Las formas de su cara mostraban cansancio en una fatal mezcla con picardía;
miraba el entorno y le brotaban lindas risitas de inocencia.
Desde que la vi,
sospeché que se negaría a darnos el show,
ese fue el motivo de acercarme a escuchar sus voces después de comprobarlo.
Me acerqué y,
como ella,
me recosté sobre la columna.
La miré de nuevo de arriba abajo,
sus brazos seguían en postura de defensa.
Esta vez,
noté que llevaba un pequeño bolso sujetado por alguna de sus manos. Sin muchas largas,
inicié una conversación trivial,
me terminó por contar que llevaba poco en Bogotá,
venía de tierras antioqueñas,
su acento validó la información. Me arrimé un poco a sus labios y continué escuchándola.
Los patrones son peores que los clientes y que,
a pesar de ejercer esa profesión desde hace no mucho tiempo,
ya la tenían hasta el cacho.
Seguí hablando a voces susurradas sobre su oído.
Una que otra vez,
logré extraerla de su realidad, volteaba a verme y se reía con cautela.
No quería subir al cielo o al catre del segundo piso,
no quería verla para mí,
ni darle un céntimo.
No quería sus gemidos,
nunca quise arrancarle la ropa y venírmele encima.
No pretendí pactar un precio.
Solo quería escucharla no decir tantas mentiras.
Fue muy sincera y no me habló de sus problemas.
Únicamente que por fin se había decidido y que estaba esperando el mejor momento para actuar.
Me senté y volví a servir,
esta vez en todas las copas.
Se enamoró,
van a verse más tarde,
se lo va a dar gratis…
¡Aja!
Cuando el contenido de la botella estaba por llegar a su fin,
cuando un par de mis acompañantes estaban siendo bendecidos en el cielo,
cuando yo entraba en plena necesidad de dormir,
cuando el reloj marcaba el final de la rumba.
Después de haberla perdido de vista,
luego de ser espectadores de tan anhelado show,
justo después de mofarme de quien había realizado el show.
Ella subió a la pasarela y,
de nuevo,
me robó la atención y eliminó de mi aspecto el aburrimiento.
Ya arriba,
sobre el corredor de la lujuria, posicionó su cuerpo con imponencia y levantó la voz con gritos claros y agudos.
La tipa que estaba bailando para todos los presentes,
arrugó el ceño y levantó los brazos en forma de alegato.
Muchos lo vimos,
con rapidez y furia,
la flaca decidida arremetió contra la cara de la bailarina de turno.
Fue un golpe certero,
justo en la cuenca del ojo,
que la terminó mandando de culo contra una mesa de adormilados borrachos.
Se incorporó con dolores y se llevó entre las manos el vestido de baño que previamente se había quitado con sensualidad.
Las tetas le saltaban en tan penosa huida.
La música se enmudeció.
Sus gritos y alegatos se hicieron del todo claros.
Demandaba que un tal Treviño diera la cara.
Lo retó y puso en cuestión su hombría.
Varios pingüinos trataron de bajarla a la fuerza de la pasarela, pero esta dulce puta se iba armando de botellas que volaban buscando las carnes forradas de paño de estos decentes señores. Dio en el blanco un par de veces.
Yo, estaba perplejo,
fascinado,
por completo complacido.
Veía su furia e hice parte de ella. Luchaba como si fuera su última vez,
lo hizo al estilo de las plazas de mercado, al estilo de los financieros y altos empresarios.
Gaminada y estrategia:
una dosis precisa de locura y perfección.
De en medio del escándalo, apareció el cerdo que ella había estado solicitando.
La delgada figura fue retrocediendo hacia el otro extremo de la pasarela,
sin dejar de estar atenta de su espalda,
mientras Treviño se acercaba con arrogancia,
aventándole insultos sin piedad.
Cuando éste se posicionó por encima de la altura de los expectantes,
mi heroína desenvainó un pequeño revolver desde su bolso,
estiró el brazo y le apuntó con elegancia y feminidad;
para su propio deleite,
para sí misma,
para reinventarse.
¿De qué?
No lo sé,
pero sin dejarlo decir nada,
le puso un balazo en medio de la cara.
Después de que el cadáver calló boca arriba,
aun sobre la tarima,
con unos pasos más se puso justo a su diestra y le escupió dos disparos más y una gran bola de moco que le salió del interior de su ser.
El lugar estaba en caos,
la clientela corría en busca de la salida. Bajaban y bajaban del cielo ángeles y demonios,
con los pantalones enredados en las pantorrillas y las bragas en las manos.
Observé todo el espectáculo,
con una pierna cruzada sobre la otra, con un brazo tranquilo sobre la mesa y el otro sobre mi regazo, con el espíritu complacido y deleitado.
Descendió de la pasarela,
tomando el camino corto hacia la salida del lugar y cuando pasó por mi lado, se detuvo y besó con suavidad mi mejilla.
Nota: Relato tomado de Algunos escritos recomendados para nunca ser leídos. Publicado en Bogotá, Colombia en octubre 2016. Copyrights Juan Manuell Beltrán Ardila. |
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