Cuento*: | Esa noche, en casa, me sentí solo. Estaba solo en realidad, aunque son dos cosas muy diferentes el estar solo y el sentirse solo. Entonces, de la cava, tomé un brandi dispuesto a sentarme frente a él y pensé que después de dos tragos la soledad se alejaría. Ya sentado en la barra del bar entre el bullicio y la peste de alcohol cambié de parecer, se acercó el cantinero y me dió una pluma y un montón de hojas para escribir. Ignoro, si el sabía, que a mí se me daba eso de la escritura pero en fin, ya estaba yo armado. Solté mi mano izquierda y la tinta fluía como cascada en tiempos de lluvia, podía escuchar como los charcos de color negro se escurrían entre el papel bond. Se oía con más fuerza cuando marcaba un punto o una coma. La tinta después de penetrar terminaba por secarse, nada la borraría. Quizá, por eso me gusta plasmar lo que pienso. No sé si sea buen escritor, malo o regular; el caso es que es un buen remedio para la soledad. Estaba enfrascado en un cuento cuando ella se acercó. La vi de reojo y no quise saludar, el cuento no tenía final y lo último que quería en ese momento era una distracción. Se paseaba a mi espalda, con ese gran escote con perímetro de encaje, la tenue luz del bar ayudaba al atuendo. Fue cuando encendí las luces principales del local y la vi ahí, encorvada ocultando las pantimedias azotadas por la polilla, sentí pena y apagué las luces mientras marcaba unos puntos suspensivos en la historia. Ella se esfumó y es su lugar puse a Fidencio el guitarrista, el cantar no era lo suyo, pero con la habilidad que le di en las manos, hacía vibrar las cuerdas de su guitarra con la precisión de un reloj suizo. En una servilleta, le solicitaba amablemente, melodía tras melodía. Quise que se sintiera alegre y pedí al cantinero que le enviara un trago, él, desde su lugar alzó la mano, brindó. Me sentí mejor, sería también la copa que había bebido… Tomé de nuevo la pluma y el papel y cambié el atuendo de ella; ahora de vestido de noche, con un corte largo en la parte delantera que dejaba ver toda la pierna izquierda. Las facciones de su rostro cambiaron, ya no era la misma que se mostraba de encaje viejo y roído, ahora era una dama, continuó siendo de moral distraída, pero eso era lo de menos, podía ver el brillo de una mujer intensa. Cambié, a capricho, el guion de Fidencio, la música ya parecía monótona y le di voz, tan afinada como la guitarra. De pronto comenzó a cantar, lo hacía con tal porte que pareciera que sabía hacerlo desde niño, respirando con calma sin perder la sincronía. Le dibujé un escenario, como los del viejo oeste, una tarima al fondo del "saloon", lo vestí de etiqueta, lo envejecí, ahora de piel muy pálida y cabello blanco con una leve joroba bajo su nuca, lo senté frente a un piano de cola. Las manos manchadas de pecas volaban en cada octava de las teclas color marfil, el negro de su calzado charoleaba cuando oprimía los pedales del piano. Después de dos piezas magistralmente interpretadas, tomé mi pluma y escribí un columpio, lo colgué justo a la orilla del viejo escenario de madera, el piano y Fidencio lucían al fondo, subí la bastilla del vestido de ella tanto que mostraba un par de medias que terminaban en sus largos muslos, abrochadas por un nuevo liguero. Ella, con la gracia que suelen tener las mujeres de ese tipo de moral (distraída) caminó contoneándose hacia el columpio. Los gruesos tirantes del que pendía eran de color rojo, más bien, color vino, lucían suaves y tersos al igual que el asiento, en el, dejó descansar la parte alta de las piernas. Levantó las manos para tomar los cordones echó cuatro pasos hacia atrás y se columpió, dió rienda suelta a la larga cabellera amarilla que volaba persiguiendo su cintura, mientras que en cada vaivén tomaba más vuelo y más altura. La pierna derecha la mantenía sensualmente flexionada, mientras los hilos plateados de su ahora diminuto vestido cobraban vida por todo el escenario. Fidencio, desde abajo, en el banquillo de su piano, le admiraba deseando tener treinta años menos y obtener así, una oportunidad con ella. La audiencia, seguía el compás de la música y del columpio; aquel, derrochaba pasión. Movían en alto los tarros de cerveza derramando la espuma por los aires. En las mesas, los tragos y descomunales cuadros de queso gruyer servían de aperitivo; aceitunas, jamones y chorizos españoles cerraban otro pecado capital que se conjugaba en el bar. Ding - Dong, sonó el timbre de mi casa, no esperaba visita, pero nada mejor que un buen amigo para charlar. Dejé mis hojas y mi pluma. Fidencio y ella, la de la moral distraída, aún esperan turno para darles un final, espero que ambos disfruten la estancia en el "saloon". Fin. |
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