Cuento*: | Esperando la nieve En mis manos tengo una foto en blanco y negro de hace unas cuantas décadas. Dos hermanos intentan introducir una carta en un buzón de correos. El mayor sostiene al otro abrazándolo por la cintura mientras el más pequeño, con los pies sobre un saliente del buzón descansa en equilibrio apoyando sus nalgas sobre el pecho del mayor. Viendo la foto que tengo agarrada con mi mano derecha deduzco que son dos hermanos porque van vestidos igual. Escucho los golpes de unas fichas sobre la mesa que está hacia un lado del salón y cerca de un ventanal. Me pregunto por qué tengo yo esta foto en mis manos. Miro hacia el lado izquierdo y veo, cerca de mí y un poco a contraluz, a unas señoras sentadas en unos sillones alrededor de una mesita. Vuelvo a ver la foto, al fondo se ve una calle ancha, parece la avenida de una ciudad. Las señoras se emocionan con la conversación y comienzan a hacer algo de barullo. La foto está algo arrugada, como si hubiera pasado por muchas manos. ¿Qué gente la tocaría? y ¿por qué la tengo yo en mis manos? El sonido de las fichas de dominó me distrae y me aleja momentáneamente de estas cuestiones. Los niños giran la cabeza hacia mí, me miran con una expresión de sorpresa. En el grupo de las señoras hay una que levanta un poco la voz. Creo que están hablando de la vida de algún famoso. Debía hacer frío ese día porque los niños tienen un gorro blanco con un pomponcito y una chaqueta de lana también blanca. Me sobresalta la señora con esa voz tan potente que cubre casi del todo a todas las demás juntas: "y con lo mayor que está mirar que jovencita se buscó, jaja, y pensar que cuando estaba en política se le veía tan formal", "es el dinero y el poder, se creen más machitos, y de viejas dejan de querernos", "¡qué sinvergüenzas!". Me intriga saber de quién hablan, me pareció entender un tal Feliciano. Feliciano... no sé qué. ¡Porras, me quedo sin saberlo! Se ven hojas por el suelo, el viento las mueve hacia un lado, amontonándolas contra el buzón, anaranjadas, ocres. Y hay un olor a hojas mojadas, que obturan el sumidero de la alcantarilla. Son grandes, sí que las recuerdo ver mucho por las calles o en alamedas y parques. Los árboles se ven venir en hilera desde el fondo de la foto bordeando toda la avenida. ¡¡¡Riiiiinnnn!!!... ¡Ay! "¡Es la hora de la merienda jóvenes! Por favor acercaros a las mesitas". "¿Qué nos traes hoy Clarita, un chocolate con churros para los niños?" "¡Ja, ja, ja...!" Noto un ligero empujoncito en la silla que hace que mi cabeza se balancee ligeramente hacia atrás. "Señor Ramón, cómo lleva esta mañana preciosa de invierno, el sol resplandece, y vuelve más brillantes los colores anaranjados y ocres del jardín. ¡Qué bueno que tengamos esas cristaleras tan grandes!". Sí, aunque no estaría mal que secasen un poco la condensación que se forma. "¡Ay señor Ramón, usted siempre buscando algo!". Perdón, es que todo ese vaho nos impide ver bien el jardín hasta bien entrada la mañana, sólo vemos con claridad el cielo azul y, a veces, no pasa ni una nube, solo un azul celeste plano y aburrido, y para eso ya tenemos bastante aquí, ¿no le parece, señorita? "¡Déjese de tanto señorita, que ya tengo mis años, y hay confianza hombre! llámeme Clara, por favor". Perdone usted, es que a veces no recuerdo su nombre, espero que no le parezca mal. "Perdóneme usted a mí, es que soy una bruta, es normal que se le olvide, somos muchas aquí. ¡Qué conste, que a partir de hoy sólo usted podrá llamarme señorita, si así lo prefiere!... Ahora a ver si merendamos el café con leche y unas galletitas ¿le parece?" La foto la guardé en el bolsillo derecho del cárdigan gris marengo. El café con leche sabe bien, creo que siempre me gustó. Mojo las galletas en el café. Estas galletas redondas tienen unas letras escritas... María. El barullo que sentía alrededor se transforma en un murmullo apagado, gris y espeso. Dejo a un lado por un momento las galletas y me froto los ojos ligeramente. ¿Por qué? No sé... sí sé por qué... sí... porque se me han humedecido los ojos. María... ¿¡Cuánto hace ya que te has muerto!?... Busco en los bolsillos de la chaqueta y encuentro la foto de los niños. ¡Pero no es esto lo que busco!... Llevo esta vez con suavidad la mano, como en cámara lenta, dando tiempo a que lo que espero encontrar esté donde necesito que se encuentre, por si hubiera marchado a pasear con sus amigas a la alameda, porque el día se presta a ello, y yo sé lo que le gusta charlar y pasear al sol de invierno por la alameda, o por el parque, con la compañía de sus amigas, poniéndose al día de los chismes del barrio, o de los de los famosos. Toma un café y unas pastas en aquella cafetería de mesas blancas de mármol, donde las tres (tengo la imagen en la cabeza, pero no veo sus caras, sólo la sonrisa en el rostro de María a través de la ventana de madera pintada de blanco, con las letras desdibujadas en oro, blanco y negro "Café Alameda") ven pasar a la gente y saludan desde detrás de la ventana a los conocidos. Desde donde me saludan a mí y yo veo la mirada limpia, la sonrisa alegre, y su deseo en la mirada de que llegue la hora de comer para sentarnos juntos a la mesa. "¡Señor Ramón, no ha merendado casi nada! No me obligue a mentirle otra vez a su hijo cuando me pregunte qué tal lleva las comidas. Sabe que yo lo aprecio, pero debe hacer un esfuerzo por comer más, no puedo estar todas las semanas tapándole para que no le riña, y así tenga usted una tarde más tranquila y alegre". La foto de María se encontraba donde esperaba, en el bolsillo de la camisa. ¡Uf! ¡menos mal! Si llegase a perderla no sé lo que haría. ¡María ¿cuánto tiempo pasó ya? ¡Te echo tanto de menos! Mis recuerdos cada vez son más borrosos, y tú cada día te vuelves más perezosa, ya no vienes tan a menudo a verme. No sé, debe ser que con la edad te cuesta coger el bus para acercarte, tú tienes que cuidarte, yo estoy bien, "jóvenes, tienen ustedes aún una horita y media hasta la hora de la cena, pórtense bien". Siento un empujón y me desplazan cerca de la ventana que ve al jardín. ¿Por favor, puede dejarme un poquito más cerca? Gracias, es usted muy amable. "De nada, señor Ramón. Ya sé que no quiere que se lo diga, pero debería intentar hablar con alguno de sus compañeros, le vendría muy bien... Mañana es Noche Buena y su hijo vendrá a buscarlo por la mañana¨. Veo el jardín, los rosales, el sauce llorón, que con la luz de los focos y la brisa que corre, me recuerda a la melena de María sentada frente al espejo de espaldas a mí, mientras se acicala para salir luego a cenar a "nuestro restaurante". ¡Tac, tac, tac, tac! Ahora oigo el ruido de los cubiletes de dados y las risas de las señoras que están jugando al parchís. ¡Qué ruidosas son María!... Tú eras muy charlatana pero no solías levantar mucho la voz, sólo cuando no te contestaba porque estaba distraído, ausente. Fíjate en el jardín que tenemos, es muy bonito, y no es tan pequeño, podríamos pasear al calor del sol de invierno, sentarnos en un banco y leer el periódico, o escucharte recordar los viajes que hicimos solos o con nuestros hijos ¡le pones tanto entusiasmo!... Vaya, parece que se está nublando. Porque yo nunca tuve buena memoria, tengo que reconocerlo... ¡Anda que suerte hemos tenido, se ha puesto a nevar! ¿Ramón, te acuerdas de aquella vez que alquilamos una casita en Chandrexa de Queixa, tuvimos que llegar con cadenas, y nada más aparcar el coche en el antiguo establo, vino de repente una tormenta de nieve que casi no nos da tiempo a meter las maletas en la casa? ¡Que aventura!... "Señor Ramón, señor Ramón... ¡señor Ramón! ¡respóndame por favor! ¡soy Clara! ¡Por Dios, que alguien llame ya al médico! ¡Rápido!... Ramón, la nieve era tan blanca..., tan blanca... Enseguida cubrió todo el exterior de la casa, el limitador eléctrico saltó estropeándose y tuvimos que buscar velas por los cajones y las alacenas, y encender rápidamente la chimenea. Los campos pronto se cubrieron de nieve, parecían una cama abierta de sábanas blancas, y los árboles pronto soportaron una pesada carga, que luego, una vez pasada la ventisca de nieve, caía de golpe al suelo, sobre más nieve blanca, sobre un manto espeso como una manta gruesa que cubría todo a su alrededor. Y nosotros como dos bobos, sentados en unas sillas frente a la ventanita, por la que veíamos ahora nuestro pequeño mundo blanco, agarrados para darnos calor, y tapados con una manta gruesa, contemplando la caída de la noche oscura en contraste con la nieve. ¿Ramón, te acuerdas?... Encontraste en un cajón una vela que encendiste con unas cerillas muy largas. Habías puesto la vela al lado de la pequeña ventana, que fue empañándose por el contraste entre el frío de fuera y el calor de dentro, producido por la chimenea. Una vela pequeña y usada... de una cera buena, como las de antes, no muy blanca... por la que resbalaban lentamente las gotas de cera derretida, cuya llama vacilaba, creando reflejos e imágenes aleatorias en el pequeño cristal, que teñía el aire de una luz cálida y trémula, y llenaba el espacio de luces y sombras enigmáticas. Una vela cuya llama titubeaba y parecía dar vida a las sombras. Una vela por la que resbalaban lentamente las gotas de cera. Una vela de tibia y pálida luz que juntos vimos apagarse. |
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