Cuento*: | El chofer de un taxi no podía asir el volante por lo caliente que estaba debido al sol abrasador que asediaba a la ciudad. De pronto le sobrecogió una pesada tristeza, su mirada volvióse perdida, su cabeza comenzó a convulsionar lentamente, y sus dedos se retorcían… Su celular sonó, y al instante todos los síntomas desaparecieron. Pestañó copiosamente, miró a su alrededor para saber qué había sucedido. Dirigió su mano al encendido, y después de varios intentos fallidos se percató que todo estaba oscuro. Era de noche ya. –Pero ¿cuánto tiempo ha pasado? –preguntábase dentro de sí– ¿Dónde estoy? ¿qué ha pasado? Finalmente encendió el motor y comenzó a circular por una calle muy oscura. Después de quinientos metros lo detuvo un semáforo con la luz en rojo. Casas viejas con las luces apagadas veía a su alrededor, no había ninguna persona ni ningún animal. Cogió su celular para saber la hora, pero descubrió que la batería estaba descargada. El calor era insoportable; el sudor comenzaba a mojar sus prendas, y se secaba la frente con las mangas de su playera. Desesperado, cerró sus ojos para relajarse tratando de calmar los latidos de su corazón, controlando su respiración. Dio un manotazo a su moreno y velludo antebrazo; el cadáver aplastado de un zancudo quedó tatuado. Mientras trataba de quitarse el asqueroso insecto, una amargura llenó su corazón al recordar cómo su primo letal lo enfermó gravemente de Dengue, y después de ese momento su cuerpo reaccionaba con un espasmo cada vez que oía a su alrededor cualquier zumbido. Un miedo le invadió, y es que no se escuchaba ningún ruido. El semáforo permanecía con la luz en rojo, pero después de observar con precaución a ambos lados de la acera, decidió pasárselo. El calor y el miedo lo dejaban con la boca seca, y después de transitar por varias cuadras vislumbró una casa con la luz encendida. En la pared colgaba una lámina doblada con un anuncio de Coca Cola. El taxista estacionó su auto frente a la tienda, y se dispuso a comprar una bebida que lo refrescase. –¡Buenas noches! –Saludaba alegremente, recuperando el animo. No había nadie en la tienda. El acalorado moreno esperaba paciente, con sus manos apoyadas sobre el mostrador mientras revisaba los productos. El chirrido de los goznes oxidados de una puerta metálica interrumpió su selección. Escuchábanse pequeños pasos lentos, que avanzaban, que paraban y retrocedían. De pronto hubo un silencio. El taxista dirigió la mirada a la entrada de la tienda. Y allí estaba una niña hincada, con su cabeza agachada, con sus brazos abrazando su vientre, con su cabello lacio y largo cubriéndole sus hombros y su espalda. Con esfuerzo se puso de pie, dejando ver su vestido amarillo con dibujos de personajes de caricatura de Disney. Dirigióse hacia el mostrador caminando débilmente. Sus delgadas piernas divagaban de un lado a otro. –¡Hola! ¿Estás bien? ¬–decía el taxista desconcertado, mientras la pequeña pasaba junto a él. De pronto la endeble niña cayó al suelo, dejando caer junto con ella una libreta desempastada y un lápiz pequeño despostillado, y arrastrándose por debajo del mostrador pasó al otro lado del pasillo para atenderle, incorporándose lentamente apoyando sus pequeñas y temblorosas manos en el vidrio del mueble. El ruletero recogió del suelo el lápiz y la libreta que contenía escrito una plana de sílabas sin sentido. –¿Estabas haciendo tu tarea? ¿verdad? La tilica criatura se mantenía indiferente con su cabeza agachada. El anonadado conductor cogió un agua embotellada de la nevera, sacó su cartera y sustrajo un billete de cincuenta pesos y lo dejó sobre el mostrador. Al dirigirse a la puerta se dio cuenta de que tenía la libreta en su mano; se devolvió a dársela, para luego despedirse amorosamente: ¡Cuídate mucho, corazón! Subió a su coche y continuó su camino. Durante el trayecto visualizaba comercios y lugares conocidos, y descubrió con alivio que transitaba por la colonia Santa Martha. El cansado cochero llegó a su casa después de un día tan extraño; enchufó su celular al tomacorriente, y se echó rendido sobre su cama. Un espasmo lo despertó. Levantóse de inmediato y corrió al baño para realizar un largo y agónico vómito. Convaleciente, se dirigió al refrigerador para beber agua de la botella que había comprado en aquella tienda. Encendió el televisor. En las noticias oía de un accidente de atropellamiento ocurrido en la colonia Santa Martha. Al mirar el televisor notó que había una búsqueda de un auto con características semejantes al suyo; y quedó estupefacto cuando mostraron la foto de la victima. Repentinamente lo atacó un cólico insoportable, que lo dobló y lo hizo caer al suelo. Gritaba de agonía mientras se acomodaba en posición fetal. Cuando sintió que no podía más, el dolor decreció al instante. Después de unos segundos de alivio, le invadió un frío húmedo por todo su cuerpo, erizándole la piel. Comenzó a emanar una convulsión en su cabeza, esparciéndose después por sus brazos hasta llegar a los dedos que se retorcían. Apagóse el televisor. El agua de la botella se volvió turbia y agusanada. El cautivo hombre balbuceaba pidiendo ayuda. Echaba espuma por la boca. La puerta de la entrada de su casa se abrió intempestivamente. Escuchábanse pequeños pasos lentos, que avanzaban, que paraban y retrocedían. Surgió un quejido de dolor, que fue subiendo poco a poco por las escaleras. Una fuerza descomunal proyectó al taxista contra la pared con su rostro vuelto hacia ella, con los brazos extendidos en forma de cruz. El quejido se volvió más agónico y tortuoso, y cuando llegó al final de las escaleras, se moduló en una voz rasposa, convirtiéndose después en un tormentoso rezo: "Mirbi, tana, sia, nun… Rime, tana, gie, son". La conciencia del proyectado le recordó la imagen de la plana de sílabas escritas en aquella desgajada libreta. El alma del infeliz luchaba infructuosamente. Su cabeza sacudíase sin control de un lado para otro, para luego quedarse erguida, estirada por esa fuerza que después la arrancaría del cuerpo. Los ojos se desorbitaban temblorosos, su boca se abría hasta dislocar la mandíbula. Todo su cuerpo sangraba al ser desgarrada la piel. Su alma no pudo más, y se entregó al cántico de las sílabas. El rezo se convirtió en un estrepitoso grito que llevó el alma cautiva a la tortura eterna. |
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