Cuento*: | "Under the moonlight, the serious moonlight" Lets Dance – David Bowie Todo el pueblo lo sabía. Ya era parte de una rutina macabra que ellos tomaban con absoluta normalidad. Todos conocían el protocolo perfectamente, cada uno sabía cómo debía proceder, por eso hasta resultaba hasta risueño ver cómo a cierta hora de la tarde, en medio de cualquier labor, todos empezaban a observar el sol y, dependiendo de ello, apuraban o no sus actividades o, en algunos casos, debían dejarlas para los días venideros. Y en un momento, cuando ya las sombras empezaban a alargarse hacia el este, la primera parte del baile empezaba. Cada habitante sabía con cuánto tiempo contaba para regresar a su hogar, teniendo en cuenta sus obligaciones comunitarias. Y todo aquello se convertía en una danza coordinada en la que cada participante cumplía a la perfección su parte: preparación de las trampas, las empalizadas, las armas (solo en caso de que el baile final lo requiriera), las fogatas y los animales que debían sacrificarse a último momento para que su carne fuese lo suficientemente atractiva para los invitados. Con el sol ya casi oculto detrás de los bosques del oeste, los últimos bailarines apuraban el paso. Cualquier contratiempo, el mínimo retraso podía determinar su final en el juego. Ya una vez en casa, sólo restaba clausurar todo vestigio de vida que pudiese detectarse desde afuera mientras, justo antes de la última penumbra, la danza terminaba con el vuelo de las flechas que encendían las hogueras para crear las sombras del baile nocturno. Dentro de cada hogar, en una danza íntima de cada familia, todos se alistaban en los lugares indicados, con todo lo necesario para no ser sorprendidos. Mientras tanto la primera invitada a la función nocturna se asomaba desde el este, dándole el con su tenue luz blanca el dramatismo que aquella función requería, la que anunciaba con su redondez completa la llegada de aquellos con los que nadie quería bailar. El segundo invitado era el silencio, un pozo profundo que perturbaba mucho más que la misma oscuridad. Y de a poco, las hogueras comenzaban a proyectar las sombras calladas de los invitados, aquellos que armaban su propia danza a partir de una sed antigua y brutal. Y pronto la música de las primeras víctimas lo aceleraba todo, el alarido desgarrado de los que caían en las trampas, víctimas de su voracidad imprudente. Y la locura y el miedo que no se podía permitir el más mínimo quejido a aquellos que preferían la danza quieta de la subsistencia. Aquí y allá la danza continuaba en distinta formas; la de aquellos que encontraban su segunda muerte en la carne envenenada, los que caían en las fosas repletas de estacas, y la danza de los más avezados, los que recorrían con narices y oídos, los que buscaban con sus garras cualquier indicio de vida con que alimentarse. Con el tiempo y la experiencia de los habitantes diurnos cada vez eran menos los incidentes, pero muy de vez en cuando, alguien cometía un mínimo descuido, entonces los alaridos de terror de las víctimas se mezclaba con los bestiales sonidos de los que se saciaban con la sangre nueva, aquella que en la próxima luna llena engrosaría las filas de los danzantes nocturnos. Y así pasaba la noche más larga, la noche de la danza sangrienta, la noche en la que la luna plena se regocijaba iluminando el baile de sus hijos dilectos. Con las primeras luces la fiesta terminaba. Cuando el sol diera de pleno en el pueblo comenzaría la última parte del baile, una coreografía invadida por el silencio de los que recogían los restos de la fiesta, mientras se lloraba a aquellos que ahora habitaban las profundidades de la tierra y, quizás, fuesen los próximos invitados al baile de la luna llena. |
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