Cuento*: | El sonido chirriante de las esferas vidriosas resonaba en los bolsillos de los pantalones relavados, de los shorts deshilachados, de las camisas desgastadas, y en las redes de nylon que colgaban, como racimo de uvas, de los dedos sucios con uñas mal cortadas, que eran roídas por dientes ansiosos. El juego de las canicas era excitante. Desde conocer todos los tipos que había, como las Agüitas, con su transparencia singular, con sus burbujas de gas distribuidas aleatoriamente en todo el volumen esférico, que al contacto con la luz hacían reflejar alegres universos. Sin embargo, eran las menos deseadas: quizás porque después de un tiempo su alegre característica terminaba por aburrir, también porque eran las que más rápido se quebraban, quizás debido a sus burbujas que pudieron debilitar su estructura. Estaban las Florecillas, así les decíamos por sus coloridos pétalos que embellecían el interior de la esfera cristalina. Sin embargo, también no eran las más escogidas, porque no se nos hacían muy varoniles, aunque la verdad algunas eran tan preciosas que las usábamos para regalarlas a las bellas compañeras de la escuela. Pero los tipos de canica que eran dignas de gastar nuestros domingos, y de arriesgarlas a jugar, eran en primer lugar, Las Chorizo. Su diseño era atrayente, una esfera blanca con rayas coloridas que culebreaban alrededor de su superficie, que nos ponía ansiosos de colocarlas en el interior de un círculo dibujado en una superficie de tierra, y que al verlas hacían correr excitados desde lejos a los chicos de la cuadra, haciéndoles saber que el juego estaba por comenzar. En segundo lugar, estaban Las Astronautas, esferas cósmicas con puntitos de pintura cerámica de colores, que llenaba toda la superficie fondeada de un color primario oscuro. Eran preciosas y difíciles de disputar. Pero las verdaderamente deseadas como joyas, veneradas en los aparadores de las tiendas, buscadas como regalos de navidad, eran Las Piratas. Su superficie negro brillante hechizaba el corazón más retraído. Las líneas de colores serpenteaban grotescas por toda la superficie, éramos hipnotizados por horas contemplando tan espectacular diseño. La feria de los perdigones de cristal se esparcía por el parque: salían disparadas de los dedos, paraboleaban desde grandes distancias, salían como depredadores de entre el zacate para devorar a su presa. Ya caían en hoyos, ya salían como bólidos desde un círculo (dibujado ovalmente en la tierra), ya se correteaban unas a otras para haber quien permanecía imperiosa hasta el final, ya calentaban zigzagueando por entre lo montones de pasto que emergían necios desde el suelo, ya giraban frenéticamente sobre su propio eje manifestando su cinética belleza, ya se retaban unas a otras, cruzándose en el camino para saber quién llegaría más cerca de un surco labrado por un tronquillo, que indicaba qué jugador iniciaría el juego. Todo era algarabío, hasta que un grito irrumpió por todo el parque: ¡¿Cómo van?! La sombra de un chiquillo se enderezaba gritando angustioso: ¡Ahí viene Román! Todo se paralizó. Segundos después murmuraban todo tipo de comentarios deprimentes. Alguien comenzó a contar una historia triste que culminó con un comentario caótico, y cuyo villano era Román. Después de concluir esa historia todos volvieron a jugar, pero aceleradamente. Algunos dedos temblaban de angustia, otros desmayaban de tristeza, todo juego corría por concluir; pero fue demasiado tarde. Cayó un gargajo monumental y espeso en el interior de un hoyo, inundándolo por completo, ahogando a dos hermosos Chorizos. Una mano era golpeada por un montón de tierra cuando se disponía a disparar una peculiar Astronauta. Oyóse un golpe seco, de una mano abierta impactando en una inocente cabecita. –¿Por qué corriste? – gritaba enojado Román, regañando a su primera víctima, reclamándole un evento anterior- ¡Ahora dame tus canicas! El pequeño balbuceaba, mientras con una mano se sobaba la cabeza y la otra sacaba algunas canicas de su short deshilachado. –¡Todas! ¡Dame todas! – clamaba enardecido Román, mientras sus hombros se ensanchaban. El pequeño dejó caer las canicas restantes al suelo, para luego echarse a correr en llanto. La verdad no sentimos lástima por aquel chiquillo; eso pasa por jugar con Román y no saber perder. Román cambió su semblante súbitamente, y coqueteando con su ego se dirigió a nosotros: ¿A cuál juego vamos a jugar? –preguntaba visualizando con codicia nuestras canicas. Nuestras miradas buscaban alguna salida ante aquella boca acosadora. Nuestras almas, clamaban por alivio, estaban cautivas en sesenta metros cuadrados de tierra… Un ruido agudo de una minimoto se percibió a dos cuadras de la colonia. Algunos rostros sonreían de alivio, otras de asombro. Sólo hay alguien que puede conducir esa minimoto, alguien que vive ni más ni menos que enfrente del parque, de cuya casa emerge una sombra imponente durante la mañana, imposibilitándoles disfrutar del amanecer a una frondosa buganvilia y dos tiernos fresnos, que se encontraban a una distancia exacta como la de los postes de una portería de futbol. La curiosa motocicleta viró por la esquina del parque, para luego realizar un giro parsimonioso de trescientos sesenta grados, donde el piloto se gozaba danzando con la figura de sus brazos abrazando a una doncella imaginaria, y cantando con voz juvenil, la canción "Tiempo de Vals", de Chayane. El nombre del intrépido motociclista es mentado por una madre desesperada: ¡Gabriel! ¡huerco canijo! ¿Por qué tardaste tanto? – ¿Por qué los regaños de las madres oprimen los pasajes históricos juveniles? Finalmente, Gabriel, estacionó su minimoto en la banqueta, se quitó su mochila verde Jansport, y saludó a la audiencia, meneando su brazo sosteniendo un paquete de kilo de tortillas en la mano. Fue ahí cuando sus miradas se encontraron. El semblante de Gabriel se transformó por la de un guerrero. Con el paquete de kilo de tortillas en la mano se dirigió fiel y diligente hacia dentro de su casa. La mirada de Román permanecía fija sobre la entrada de aquella casa bendecida, de olor grato, de piso de cerámica fina recién trapeado. Nuestros rostros quedaron consternados. Fueron cinco minutos de un silencio palpitante, donde el corazón evocaba los sueños juveniles más excelsos. Algo nos hizo acompañar la mirada de Román hacia aquella residencia. De pronto, una silueta a contraluz salió de la puerta, la revelación de Gabriel, ya no el intrépido piloto de una minimoto, sino el jugador más sabio de la colonia. Gabriel se veía imponente, admirable, con sus tenis adidas Superstar, sus pantalones Yale color kaki, su playera polo Le Coq Sportif; pero nunca lo había visto con ese maletín de vinil para documentos, color café claro. Dirigióse hacia nosotros protegiendo con mucha seguridad su maletín, manteniéndolo pegado a su cintura cogido fuertemente por su mano diestra. –¿A qué juegan? – preguntaba sonriendo Gabriel, dejando ver su perfecta dentadura, mirando con desdén nuestras canicas. Román caminaba lentamente alrededor de todos, atento a cualquier comentario o acción, tratando de pasar desapercibido. Dirigíamos nuestras vistas hacia nuestras casas, maquinando en nuestras mentes alguna excusa para abandonar el campo de juego, – ¿y quién se atrevería a jugar con alguno de ellos? Una vez que comienzas ya no puedes parar hasta perder tu última canica. Surgió el primer valiente: "Ya me voy porque no he hecho mi tarea" – decía uno, introduciendo con rapidez sus canicas en los bolsillos de su pantalón. –¡Espérense! – gritaba emocionado Gabriel, mientras abría su maletín para enseñar su tesoro. Solamente hay un tipo de canica que puede desaparecer todo miedo, y colmar el corazón de gozo, Las Piratas. Pero estas no eran piratas cualesquiera, eran negras con un brillo opaco único, cada línea curva estaba caligrafiada perfectamente por toda la superficie esférica. Embelesados, nos acercamos para contemplar aquellas joyas, rodeando por completo a Gabriel, y honrándolo con preguntas aduladoras: ¿Dónde las compraste? ¿a quién se las ganaste? ¿Desde cuándo las tienes? Pero surgió esa pregunta tonta, que liberó risas recriminatorias: ¿No las vas a jugar, ¿verdad? Pero después de unos segundos callamos intempestivamente al oír la respuesta retadora: ¡Te las juego todas Gabriel! – clamó la voz de Román. –¿Tienes con qué jugarlas? – preguntó seriamente Gabriel, mientras cerraba su maletín. Román metió sus manos en los bolsillos de su pantalón, agachó su cabeza, y consternado respondió con voz baja: "Ahorita vengo", para luego caminar lentamente, dirigiéndose a su casa. Fue un momento de triunfo y de doble gozo. Una, por haber visto derrotado a Román. Así era su respuesta siempre, como aquel día en que no supo responder al profesor de historia cuando le preguntó acerca de la muralla china, como cuando llegó su madre por él a la escuela con una boleta amarilla firmada, como cuando lo amedrentaron los alumnos de segundo de secundaria. Y segunda, porque ya nada nos impedía disfrutar plenamente el tesoro de Gabriel. No sé ni cuánto tiempo pasó, ni cómo fue, pero sorpresivamente quedé solo con Gabriel, contemplando sus maravillosas canicas. Fue tanto mi asombro y alegría que me atreví a invitarlo a jugar. Le di una canica, y le pedí amorosamente que me instruyera en el difícil juego del hoyo. Pero, como un piquete de avispa, volvió a padecer agobio mi alma. El instinto me hizo dirigir la vista hacia aquel callejón grafitado, Román subía caminando hacia nosotros nuevamente. Gabriel turbóse. Respiró hondo, y abrazó su maletín con celo. ¡¿Cuántas canicas tienes?! – cuestionó arrogante, Román, acercándose al terreno de juego. ¡Veinte piratas! – respondió valeroso, Gabriel. Román metió su mano diestra dentro de su pantalón por un costado y sacó un trapo lleno de canicas, que estaba anudado en un ojillo del pantalón. Desanudó el trapo y dejó ver sus perlas negras afloradas. Eran singulares en su tipo, se difuminaba el colorido de las hojas con el negro brillante del fondo. Román contó todas, y rio fuertemente. –¡Son veinte! – declaraba sorprendido Román– ¡Te las juego todas en el círculo! Gabriel cogió un tronquillo y dibujó un enorme círculo en la tierra. Abrió su maletín, miró con nostalgia hacia dentro, y después de un suspiro vertió decidido las veinte canicas en el círculo. Román pudo finalmente contemplar las joyas de Gabriel, y permaneció contemplando el grupo de Piratas por varios segundos, para luego sonreír chisquiantemente. Colocó sus canicas con pericia dentro del círculo. Los dos campeones permanecían juntos en cuclillas acomodando diligentemente sus preciados perdigones. Se incorporaron al mismo tiempo, y dirigierónse hacia la línea de salida, dibujada entre aquellos tiernos fresnos, colocándose a una distancia justa. Los campeones se dispusieron a mostrar sus preciados "tiros" (así se nombraba a la canica tiradora). Román contempló por un momento su canica agüita color turquesa, colmado de burbujas, que dispersaban haces de luces cuando lo alumbraba el sol. Román besó con cariño su amada esfera, y realizó el tiro encorvándose un poco. Al mismo tiempo, Gabriel, contempló su joya, una pirata con elipses floreadas purpuras, que se difuminaban con el fondo amarillo negruzco. Sostenía su primor esférico en la palma de su mano diestra, la meneaba sutilmente por unos segundos hasta que la belleza de los giros de la amaripurpura pirata lo hacía sonreír de confianza. Hincóse lentamente, disparando su canica de su mano apoyada en su rodilla. La agüita de Román besó delicadamente la línea de salida, quedando así más cerca que la canica de su adversario, indicando que comenzaría primero a tirar. Román caminaba de un lado para otro detrás de la línea de salida buscando el mejor ángulo para disparar y golpear al grupo de cuarenta piratas. Se colocó hincado, recargándose en uno de los jóvenes fresnos, y empuñando su tiro con el dedo pulgar contra su dedo anular, con el dedo índice abierto (para proporcionar una mejor visión), disparó con fuerza, impactando brutalmente al grupo de canicas, sacando fuera del círculo diez piratas, y quedando su tiro a una distancia perfecta para su siguiente disparo. Seguía el turno de Gabriel. Se colocó en el centro de la línea de salida, en línea recta del grupo de canicas. Decidió realizar el disparo desde una altura elevada -no recomendada porque se arriesgaba a que, si impactaba el grupo de canicas, su tiro pudiera quedar dentro del círculo, penalizándose con la invalidación del disparo y devolviendo las canicas ganadas (al sacarlas por el impacto fuera del círculo). Gabriel corrió el riesgo, y encorvándose un poco disparó parabólicamente hacia el grupo de piratas, sacando nada más una, y quedando ligeramente fuera del círculo, pero cerca de la canica de Román. Román sonrió jocoso, sabiendo que su mejor oportunidad se había manifestado. No pensó mucho su disparo, se colocó rápido en cuclillas, apretó su agüita con sus dedos como en el primer turno, y mirando con furia al tiro de su oponente disparó. El impacto fue descomunal, la pirata de hojas purpuras fue enviada fuera del terreno de juego, rodando incontrolablemente sobre la banqueta exterior del parque, alejándose decenas de metros del círculo. Gabriel quedóse petrificado. Román sonreía glorioso, y se sentó en una banca cercana, que estaba a unos metros de la línea de salida, para mirar con menosprecio a Gabriel, que caminaba descorazonado por la banqueta buscando su tiro. Después de buscar en el zacate, en un surco de desagüe, en un montón de hojas secas, encontró finalmente su canica debajo de una lata aplastada de refresco que estaba sobre la calle. Cogió su tiro y disparó desganado hacia un grupo de pequeños arbustos que proyectaban el camino de vuelta al terreno de juego. Román no perdió el tiempo, y en dos oportunidades vació el circulo de piratas, consolidándose ganador de tan histórico juego. El tiro de Gabriel quedó a diez metros de distancia del círculo. Gabriel cogió su canica y dirigióse serio hacia su casa; pero como su casa se encontraba enfrente del terreno de juego, inevitablemente tenía que pasar cerca de Román, y ver como se deleitaba guardando sus perlas negras. Gabriel sintió que debía despedirse dignamente de su contrincante al pasar cerca de él, y así lo hizo; pero se sintió más humillado al no recibir respuesta. Al abrir la puerta de la reja de su casa se paralizó al oír un llamado todavía más retador que los anteriores: ¡Eit! ¡Gabriel! ¡Te juego tu pirata contra las treinta y nueve que tengo! Gritó Román, extasiado por el triunfo. Gabriel, alzó su triste cabeza, y quitándose con elegancia una hoja de zacate de su pantalón se dirigió nuevamente al terreno de juego. Recuperando Gabriel su dignidad, le hizo una solicitud a Román: "El que gane el inicio de turno escoge el tipo de juego". Román le afirmó la solicitud con una sonrisa truculenta. Los dos dispusiéronse a colocarse a la misma distancia de la línea de salida, para realizar el disparo como la vez anterior. Realizaban el mismo ritual con sus canicas, y cuando estaban a punto de disparar irrumpió Román con una solicitud desconcertante: "Hagamos más chido esto, tiremos los dos al mismo tiempo de espaldas a la línea de salida". Gabriel afirmó con una mirada retadora. Así lo hicieron. La agüita de Román avanzaba a una velocidad perfecta para quedar nuevamente cerca de la línea de inicio; sin embargo, una pequeña piedra traviesa impidió su destino, dándole la oportunidad a la brincolina pirata de Gabriel que rebasaba levemente su tiro. De inmediato, Gabriel, se dispuso a limpiar con esmero el hoyo, indicándole a Román que se jugaría a ese juego. Gabriel tomaba su tiempo para comenzar, sabía que si caía primero en el hoyo obligaba a Román a que cayera igualmente. Después de varios segundos, Gabriel, disparó su pirata sutilmente deteniéndose cerca del hoyo. No se atrevió a buscar caer en el primer turno, respetó el momento de suerte que tenía Román. Román realizó también su disparo sutilmente cerca del hoyo, pero lejos de Gabriel, para que en su siguiente oportunidad no buscara impactarlo para alejarlo del hoyo. Gabriel decidió buscar impactar el tiro de Román. Al saber esto Román, pidió tiempo. Se dispuso a realizar el ritual defensivo. Escupió cerca de su tiro, para que cuando fuese impactado la humedad de la tierra redujera un poco la velocidad de salida. También colocó sus dedos de las manos de tal manera que proyectaba una sombra en la tierra en forma de cuadro encerrando en él su canica, creando así un cerco espiritual. Gabriel, al ver el ritual defensivo de Román, se llenó de furia. Empuñó rápidamente su tiro y disparó con desbocada potencia contra la agüita de Román, fallando, alejándose varios metros del hoyo, quedando sobre el césped. Román, sabiendo que la suerte estaba con él, se apresuró a disparar su tiro hacia el hoyo, cayendo en él delicadamente. Gabriel, desconcertado, sentóse con sus piernas cruzadas, y decidió esperar un tiempo -sólo los grandes jugadores saben que pasa por su cabeza en esos momentos, ¿y qué ritual hay para ello? Después de dos minutos, Gabriel, tomó su adorable pirata, y la bamboleó sobre la palma de su mano durante cinco segundos. Se incorporó, y encorvándose un poco realizó su disparo. La canica rebotaba continuamente. Faltando algunos metros miré a Román, su rostro estaba absorto. El encanto de la amaripurpura daba vida al parque, su rodada alegraba el corazón. Faltando un metro, Román sacó su amada agüita del agujero, no quiso aguantar la humillación de ver su joya junto a la amaripurpura pirata en el fondo del hoyo. |
No hay comentarios.:
Publicar un comentario