Cuento*: | Laura respondió a su saludo y acto seguido se le escapó una sonrisa. No pudo evitar hacerlo, en su esencia estaba inscripto el sello de la cortesía. Cuando Manuel colocó un pie fuera de su oficina se reprochó a sí misma su actitud gentil, incluso se cuestionó por un breve instante si aquel pensaría mal de ella. Es que eso aprendió en su familia: frente a un hombre había que ser sutil, ni demasiado extrovertida ni demasiado introvertida. Se dirigió a su asiento y revisaba los mails en su computadora sin leerlos. Las imágenes del pasado habían regresado para apoderarse de su tranquilidad. Se preguntaba una y otra vez "¿por qué lo saludé? él no se lo merece". A modo de consuelo se respondía "Bueno, en la vida hay que ser educada". Desde el momento en que lo vio, no podía concentrarse en su trabajo. Aunque sabía que él tenía su puesto en el piso de abajo, el solo hecho de que entrara en su oficina logró perturbarla por completo. —Son cosas de adolescentes —había argumentado la psicóloga de la escuela cuando Laura le contó que Manuel, su compañero de aula, se burlaba durante las clases y no la dejaba hablar, llamándola por su apellido en tono burlón. Ella se dio cuenta de que por ese entonces su voz había comenzado a apagarse. —Tienes que animarte y decirle a tu jefe que no acuerdas con eso —le aconsejaba su amiga que la acompañaba desde los veinte años. "¡Cuánta razón, pero ¡qué difícil cuando durante tanto tiempo aprendí a callar!" pensaba ante la sugerencia de su confidente. Con treinta y tantos años, sus proyecciones eran otras; pero en el preciso instante en que Manuel abrió esa puerta, es como si hubiera viajado en un túnel del tiempo hacia su pubertad. Cuántas heridas que creyó cicatrizadas, no lo estaban, o al menos se abrieron en ese momento otra vez. Con fuerza se instalaban en su cabeza imágenes de aquel día que había preferido dejar en el olvido. No lograba recordar si eran dos o tres los bravucones que acompañaban a Manuel; tendrían más o menos la misma edad: adolescentes de entre doce y trece años. Su expresión triunfal diciéndole que le repitiera en sus narices los insultos que ella profirió era la imagen que se proyectaba como una película frente a sus ojos. Laura hubiera elegido no hacerlo. Pero le fue imposible no responder a sus burlas, que luego de mucho tiempo se habían fusionado con la cotidianeidad. Ese día, ella solo quería dar un paseo y él se había reído de ella, enfatizando lo de siempre: que era una tonta niña. El insulto hacia su virilidad fue lo que provocó su retorno. Era evidente que, si ella no le respondía, él continuaba manejando su bicicleta. Pero el miedo a perder la pulseada fue el motor de la decisión de Manuel. Aprovechándose del terrible miedo de aquella indefensa púber, le insistía en que repitiera lo que dijo, que se animara a hacerlo frente a él y los otros que la habían encerrado con sus bicicletas. Laura recordaba como se resistía a pedirle disculpas, a pesar del terrible miedo que la invadía y paralizaba sus piernas. Esas piernas que se preparaban para una huida que estaba obstruida por aquellos que creían ser hombres defendiendo su honor. Ella no quería darle la razón, con fuerza abrazó sus lágrimas para que no caigan frente a ellos. Luego de un tiempo de amenazas y gritos, uno se descuidó liberando un pequeño espacio. Se escurrió por allí y no intentaron perseguirla. La dejaron ir, pero seguían gritándole y burlándose de ella. Laura no pudo evitar que algunas lágrimas cayeran, recordando que ese día de 1999 al regresar a su hogar, se entregó a su cama y abrazó fuerte a su peluche. En aquel momento, inundada en un agónico llanto, no podía dejar de repetirse que eso era lo que merecía; y que, en definitiva, Manuel tenía razón: ella era una niña tonta. Su mente retornó al presente y secó sus lágrimas por sí alguien ingresaba en su oficina. Actuó guiada por un impulso invisible y buscó en las redes sociales a su vieja maestra, aquella que profirió un desatinado comentario en defensa de aquel. Mientras recorría su perfil, observaba sus fotos con detenimiento. A pesar de los años, conservaba su inmutable expresión. La misma que usó cuando reprendió su conducta de haber insultado al buen alumno de su clase de Literatura: impecable por doquier, incluso indigno de recibir un insulto y encima de ese tenor. Aquel ataque a su virilidad era un agravio imperdonable. —Laura, ¿cómo pretendes que Manuel no se haya enojado? Si tú, lo insultaste —sentenció—. Él no te iba a pegar, solo quiso asustarte, pero tu insulto provocó su reacción. —Pero…, profe Ernestina, él me tiene cansada con sus burlas e insultos. Yo siempre pido ayuda y, ustedes, no hacen nada. —Ay, Laura querida, cuándo entenderás que lo que hiciste estuvo mal. No le hagas caso, ignóralo, haz de cuenta que es una mosca. Con eso se soluciona, pero una mujer no puede tener esa boca sucia. Ella recordaba con indignación el diálogo sostenido con Ernestina, cuando le había contado lo sucedido el fin de semana, con la esperanza de encontrar algún oído que retuviera sus palabras, las elaborara y se dispusiera a ayudarla. Más no fue diferente la respuesta que le dio la directora e incluso la psicóloga del colegio, que ratificaron los dichos de Ernestina, enfatizando en la mala decisión de haberlo insultado, provocando la furia de un "buen chico, impecable y de buena familia". Luego de un lapso de tiempo, cayó en la cuenta que de nada serviría seguir con esas elucubraciones. Tomó coraje y descendió de piso. Cuando iba acercándose a la oficina de Manuel, éste salió antes de que ella llegara. Pero en ese momento, solo se limitó a saludarlo secamente y se retiró. Se percató de que no tendría sentido proferir palabras que para él estarían vacías. Al fin de cuentas, seguía siendo el mismo bravucón de la adolescencia, solo que ahora sus conductas eran un poco más sutiles: en vez de encerrar con su bicicleta, encerraba con sus discursos de poder a su esposa, hijas y compañeras de trabajo. Fue por eso que Laura tomó una decisión. Cuando la jornada laboral llegó a su fin, volvió a su casa. Abrazó fuerte a su esposo e hijo, recordando que no todos los hombres eran como Manuel; y que tanto ella como su marido tenían la importante misión de enseñarle a su pequeño niño el valor del respeto hacia las mujeres. Encendió la computadora portátil y plasmó letra por letra, palabra por palabra y contó esta historia. Cuando colocó el punto final, una sonrisa de satisfacción cubrió su rostro. Tomó su móvil y le envió este relato a su psicóloga. Había encontrado el medio de sanación para sus heridas y la forma de alzar su acallada voz: la escritura. Fue ahí que decidió que este escrito tomara vuelo y abrace a cada mujer que haya transitado por una situación similar, enfatizando en la importancia de pedir ayuda y bajo ningún concepto naturalizar y/o justificar la violencia. |
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