La primera vez que la vi sobre su escritorio, me llamó poderosamente la atención. Le conocía desde hace mucho tiempo, pues no era sólo mi jefe, también mi mejor amigo, y verle llegando a la oficina con una pecera vacía, y colocarla con tanto cuidado sobre su escritorio no era una imagen de todos los días. Quise preguntarle, lo admito. La curiosidad me mataba… Pero la nostalgia que cargaba en los ojos cuando lo miré frenó mi lengua. Y así, cada vez que tenía oportunidad de estar en su despacho, me era inevitable verla, como un imán para mis ojos. La pecera vacía. Él se había dado cuenta perfectamente de mi curiosidad, pero había algo inexplicable que sólo me hacía sonreírle y enfocarme en el tema del momento, para evitar, por todos los medios, preguntarle sobre tamaña extravagancia. No era un joven, que producto de la vehemencia juvenil, procediera a un actuar alocado. Por el contrario, Christopher había pasado las cuatro décadas y era serio en exceso. Y por serio no me refiero a falta de humor o sonrisa, sino a lo metódico, responsable, a veces cruelmente frío y calculador… todo un fanático del orden. Y sin embargo… allí estaba esa pecera.
No recuerdo cuántos días y semanas pasaron. Fueran meses en realidad, y yo ya me estaba haciendo a la costumbre de poder mirar al objeto inanimado y por tanto, se iba alejando esa curiosidad insana de mí, cuando ésta mañana, encontré a Noemi, su fiel secretaria (y creo, que hasta cierto punto, de él enamorada), llorando con desconsuelo. Pregunté qué había pasado y entre sollozos, me respondió que por descuido suyo, la pecera cayó al piso y se había roto, recibiendo todos los gritos e improperios que han existido y por crearse por parte de Christopher, quien tiró por la borda los veinte años de imagen de intachable caballerosidad y de dominio de emociones que rozaba con la inhumanidad.
Me dolió ver a Noemi llorar a lágrima viva. Me jodió terriblemente su reacción por esa estúpida pecera, y olvidándome que era mi superior, enfundada en mi condición de amiga, entré a su despacho, gritando como una energúmena:
– ¡¿Qué carajos te pasa Christopher…?! – Él se encontraba mirado hacia la calle, a través de la ventana, sin responder. – ¡Oye! ¡Te estoy hablando! – No, Vanessa… Estás gritando…. Cierra la puerta, por favor… – me dijo con voz grave, sin voltear a verme. ¡Cómo me emputaba cuando hacía eso! Ordenaba sin gritar. Su voz tenía la orden dictatorial que ha de acatarse sin titubear, adornada siempre de protocolos… y me emputaba más que yo terminaba haciéndole caso. Cerré la puerta tras de mí, y nos quedamos en silencio. Incómodo silencio. – Christopher… – Calla y escúchame. Y lo que diré ahora, quedará en estas cuatro paredes, pues confío en que ni la propia Muerte te arrancará ésta conversación… – replicó, sin todavía voltear a verme.
Lo odié. Lo odié por conocerme tan bien. Era la penitencia que pagaba por una amistad de más de dos décadas… por haber sido el pilar que me ayudó durante mi divorcio… por ser quien sin pedir nada a cambio, me apoyó en cada tropiezo de mi vida, aún más que mi familia… por haber sido su celestina cuando quería ligarse a mis amigas… incluso, por ayudarme legalmente con la tenencia de mi hija, que el idiota de su padre empezó a reclamar hace un par de meses… Pero hoy, ésa columna pétrea, ése hombre que ante el mundo era indolente a todo, me iba a confesar algo grave. Obedecí y me senté.
– Okay… Soy toda oídos. – le dije con un suspiro. – Vanessa… Me enamoré… – mi mandíbula se descolgó por completo al oírlo, y sin exagerar, hubiera dicho que hasta casi me caigo de la maldita silla. ¿Enamorado? ¿Él? ¿Don Robot? ¿Lord Stone–cold–heart? (todos éstos, apelativos con los cuales le bromeaba en privado) ¡Eso era imposible!, pero seguí atenta a sus palabras. – Me enamoré de una joven. Fue cuando salí de vacaciones… – Entonces, todo tuvo sentido para mí: – La pecera es un regalo de ella… – No. La compré para acordarme siempre de ella… – me interrumpió, todavía dándome la espalda. – La conocí por casualidad y lo que empezó como un juego, se hizo cada vez más serio, fuerte, y complejo… y en tan sólo dos semanas le dije lo que jamás había sentido… – Le dijiste que la amabas… – Sí. – ¿Y ella…? – Me dijo que también sentía lo mismo… – No entiendo… ¿Qué pasó?
Christopher se llevó la mano al bolsillo, sacó la cartera y extrajo un papel, empezando a leer el contenido: era una carta de despedida. Una carta de una joven enamorada que se asustó de sentir el amor también por vez primera. Una carta que finalizaba con un "…y por siempre seré, tu sirena feliz en la pecera de tu corazón.". Y otra vez reinó el silencio. No supe qué hacer. Quería llorar. Quería abrazar a mi amigo… reconfortarlo… la maldita pecera vacía… ¡Era su corazón! Estaba vacío… Se sentía vacío… Mi querido Christopher estaba roto por el desamor. El hombre que no creía en el amor… el hombre que se escapaba de caer en – según sus palabras – "la idiotez de enamorarse" estaba hecho añicos por dentro… ¡Y no me había dado cuenta! ¡Era su amiga y debí haberlo notado desde el día que llegó con la pecera en las manos y los ojos agónicos! Me levanté, y antes de que pudiera acercarme a él, Christopher giró y vi sus ojos rojos… ¡Increíble! ¡Había estado llorando! Lo abracé muy fuerte y sentí sus lágrimas perforarme el pecho. Era más que mi hermano. Era más que mi propio padre. Y allí estaba, con el alma astillada, llorando como un niño. Acaricie mis manos en su cabeza y oía como los gritos morían en sus labios y caían ahogados, por la guadaña del silencio… Ay Christopher… ¡Tanto sentimiento contenido!
Estuvimos así unos minutos, hasta que él recuperó la compostura. Lo miré fijamente y le dije:
– Eres un imbécil… – ¿Por enamorarme? – No… Por no haberme confiado esto antes… – Vanessa… sabía que estabas pasando el problema de tu hija… No… – Shhh… Baboso… – sonrío, y luego me dijo: – Al menos ya estoy curado… – ¿Curado? – Sí. Confirmé que es inútil para mí esa cosa del amor… – Te lo repito: eres un imbécil. – Lo sé… – y empezamos a reír.
Le comenté lo de Noemi, y reconoció que había actuado muy mal. Me pidió me quedara con él un rato más y después de asearse la cara y retomando la imagen seria de nuevo, mandó llamar a Noemi. Don Robot, había regresado. Noemi apareció, todavía aspirando sollozos. Delante de mí, Christopher le pidió disculpas, una, dos, tres veces, hasta que Noemi las aceptó. Desde ese día, le dejaba a Noemi una flor cada mañana, pues decía que todos los días que vendrían le iban a faltar para pedir perdón por su mala acción a su leal Noemi, que encantada, las recibía feliz.
Pasaron dos meses. Es cumpleaños de Christopher. Entré a su oficina mientras despachaba con Noemi y le entregué, en una caja negra atada con rojo listón, mi regalo.
– Ábrelo. – le dije contenta. Christopher, con menos curiosidad que Noemi, abrió la caja y extrajo una pecera… una pecera a modo de maceta, que tenía un pequeño cactus dentro. Él me miró con cierto reproche y yo atiné a guiñarle el ojo, luego le susurré instrucciones al oído a Noemi, que se quedó con cara incrédula, y me fui. – ¿Qué le dijo Vanessa? – preguntó Christopher, y Noemi respondió dubitativa y sorprendida: – Que… Que tuviera cuidado de no romperlo otra vez, porque… es… ¿su corazón…? – Christopher soltó una sonora carcajada que asustó a la confundida Noemi, para decirle con brillo en los ojos: – Así es… ya lo sabe.
[fin]
© Lᴀʀɴ Sᴏʟᴏ [Ͼʜʀɪʂᴛᴏᴘʜᴇʀ Ɖʀᴀᴋᴇ] Lima/Perú • 04/oct./2017
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