Cuento*: | Veintitrés de diciembre. ¿Qué se hace en este día? ¿Qué hacer? ¿Cómo le haré? Aquí sigo, encerrado en mi cuarto, sin hacer nada, piense y piense. Piense y piense. Sí, recuerdo: –Flaco, ¿Qué piensas mi amor? Quisiera entrar en tu mente para saber qué piensas. –¡No! ¡No te gustaría!... Bueno, es que… Y mi amigo Francisco cuando me da un aventón: –¡Súbete, Reynaldo! Siempre te veo que vas piense y piense, y siempre he querido saber qué piensas. Creo yo que han de ser cosas interesantes o planes, ¿verdad?... Fíjate que el otra vez… Y, bueno, la mayoría: –¡Deja de pensar siempre! ¡Has ya las cosas! ¡No pienses mucho! ¡Va! ¡Pero qué saben! ¿o serán cierto todos esos consejos? Solamente Dios sabe. Como dijo un líder: "No me gustaría saber todo lo que piensan cada uno de los aquí presentes, me volvería loco. Eso mejor se lo dejo a Dios". Pero es difícil dejar de pensar, y más en este momento. ¿Cómo habrán salido de esta situación aquellas personas que ya han pasado por esto, después de estar casi tres meses así, después de que ya has hablado con todos tus amigos, tus mejores amigos? Sí, me han ayudado; pero no lo suficiente. Bueno, dicen que me toca ahora hacer mi parte; qué fácil para ellos. Mi familia prepara todo para mañana. ¿Y que es todo? Pues eso que se hace el día siguiente: Una fiesta, una cena, una cena de Navidad; como si supieran qué significa la Navidad… Noc, noc. Pero quién toca la puerta ahora. –¡Reynaldo, abre la puerta! Ahora no mamá, no tengo humor. Si ya sabes que estoy acá encerrado en mi cuarto. En la entrada de la casa oigo que alguien saluda a mi madre efusivamente. Al reconocer la voz de esa persona me hace colocar las manos sobre mi cabeza, ¡Dios y ahora qué! ¡Reynaldo, Matias quiere saludarte! -gritaba mi madre sorprendida mientras lo invitaba a pasar hasta mi cuarto. Desesperanzado abro la puerta después de que sus nerviosas sonrisas habían impactado en mis oídos. - ¡¿Que tal Reynaldo, cómo estás?! Mi tristeza le respondió a su pregunta. - ¡Oye, acompáñame! -me decía mientras me tomaba del brazo dirigiéndome hacia la puerta de la casa. Mi desaliento le preguntó a Matias hacia donde quería ir. - ¡Vamos a comprar un regalo y quiero que me ayudes! Mi desconcierto hizo que zafara mi brazo de su mano y me dispusiera a regresar a mi cuarto para ponerme un pantalón y una camisa, mientras Matias convencía a mi madre para que me dejara ir con él, mostrando una confianza extraña, haciéndola sentir que todo iba a estar bien. Un veintitrés de diciembre a medio día, con calor, sin dinero, sin trabajo, acompañando a uno de mis mejores amigos a escoger un regalo. No sé qué tanto me decía durante el camino Matias para animarme; pero yo sólo trataba de buscar algo desde la ventana del auto, una respuesta a la angustia de mi corazón. Al volver tener dominio de mi angustia me encontraba abrazado con Matias, caminando por los pasillos de un Mercado de Pulgas (venta de ropa y demás productos semi nuevos). Por un instante mi corazón se reconfortaba con aquellos recuerdos de mi niñez, anhelando encontrar aquella nave Slave 1 de Boba Fet, o aquel Caminador Imperial AT AT. Pero el desconcierto irrumpió e hizo detenerme abruptamente ante aquella frase: ¡Mira Reynaldo, viejas hay muchas! – proclamaba Matias sonriendo con total confianza - ¡Okey, Okey! ¡Mira! ¿Qué te parece si me dejas regalarte esa chaqueta? – continuaba diciendo Matias mientras pagaba al comerciante la prenda, para después colocarla sobre mi pecho con admiración, incitándome a adquirirla. - Ahora vamos a comer algo, nada más que… El celular de Matias sonó repetidamente. Después de tres llamadas contestó, y le informaba a alguien que estábamos ubicados en la puerta Sur del mercado de Pulgas. Después de unos minutos me encontraba sumiso en la mesa de un restaurante con Matias, acompañado de una mujer muy cautivadora con un niño en brazos. Enmudecido por el asombro me sobrecogió una desilusión cruel después de escuchar la pregunta que emanó de los labios de aquella mujer: - ¿Soy más bonita que su esposa, ¿verdad?... Después de una hora me encontraba frente a mi madre en su casa preguntándome cómo me había ido con Matias. Dos sonrisas se esbozaron, la mía de disimulación y la de mi madre de confirmación. Pero mi corazón halló la respuesta; ahora sabía qué hacer. |
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