Cuento*: | La ansiedad apura más la mente que los pies. Para Robinson es de esos momentos en los que no se puede medir el tiempo a causa de la incertidumbre. Quiere llegar de primero a la fila del concierto, pero a pesar de su emoción no ha logrado levantarse tan temprano como quiere, está cansado, siente el peso, no de la semana, ni del mes, sino el peso de los últimos años. Las mañanas son cada día más difíciles, quizá por los incesantes quejidos de su madre en el cuarto de al lado. Sabe cuánto sufre, sabe que lleva años soportando tristeza y dolor, sabe que le queda poco tiempo y que lo quiere a su lado, pero esta situación tiene que terminar. En secreto compró la entrada al concierto. Es lo único que le ha dado un poco de felicidad en los últimos meses. El dinero no es un problema para él: su madre paga todos sus gastos con su pensión y él tiene un trabajo con buenos ingresos. ¡Su vida sería tan diferente si lograra hacer que su madre se comportara con un poco de sensatez! Mientras Robinson lucha con sus pocas fuerzas organizando su habitación, suena el timbre, un ruido tan alentador como aterrador. Es Andrea, la enfermera que llega a tiempo como siempre. En el fondo de su corazón no quiere dejar a su madre sola, moribunda, tan frágil, pero quizá es la única oportunidad que tiene de estar en el concierto de The Insensitive, su grupo favorito de toda la vida. La banda ya está envejeciendo, cualquiera podría ser su último concierto y Robinson realmente necesita un día lejos de su mamá, de la casa oscura y mal oliente en la que ha vivido toda la vida. Necesita alejarse de su realidad tanto como sea posible. —Mamá, llegó la enfermera; se va a quedar todo el día contigo; llegaré tarde —dijo Robinson. Intentó besarla en la frente, pero ella le estiró la mano. Remplazando el lugar de la expresión de cariño de su hijo, le hizo una sonrisa que más bien pareció una mueca. —¿Todo el día? —dijo la anciana mujer, con un tono humillante, mientras su labio superior temblaba. —Sí, todo el día, hasta la noche, tengo un trabajo importante que hacer, que me tomará mucho tiempo. Debe mentir o de lo contrario su madre fingirá cualquier cosa que requiriera su presencia y no podrá salir. —¡Eres un terrible hijo de puta! ¡No te importa dejarme sola en esta situación! ¡dices que estás trabajando, pero estoy segura que te irás con esa! ¡La prefieres a ella que a tu madre, que dio todo por ti! Yo sabía que un día me dejarías como lo hizo tu padre. Se levantó de la silla, lo miró fijo a los ojos, desafiante, y una lágrima rodó por su rostro. Robinson nunca sabía si era real o era otra gota de manipulación. Andrea la tomó del brazo y la llevó de nuevo a la silla. Aunque la anciana fingía no poderse mover, los dos sabían que habría sido capaz de tirarlos por las escaleras si se lo propusiera. Robinson estaba estático mirándolas, con las manos entre los bolsillos; sus piernas temblaban. —Tómese este tecito, señora Débora, es de los que le gustan, ¿recuerda que me dijo que el sabor la transportaba a otro mundo? —En un gesto amable, Andrea le guiñó el ojo, junto con una sonrisa sutil, para que Robinson se fuera tranquilo. En la mente del joven suenan los gritos de despedida de su madre. Sabe que es buen hijo, se hace cargo de ella, siempre lo ha hecho; inclusive después de que todo cambió y empezó a ser mezquina con él, inclusive después de perder la sonrisa para siempre, hasta que poco a poco se fue volviendo una carga. Desde entonces, nunca una caricia de madre o una palabra de apoyo y era tan pequeño aún. Pero hoy puede escapar de ella, de su enfermedad, de sus gritos, del alcohol, los golpes, los recuerdos de su padre y su niñez casi inexistente. Camina hasta el concierto y llega a buena hora. Seguro tendrá un buen puesto. Mira a las demás personas, que están en grupos de amigos, en parejas, todos tienen alguien con quien compartir, todos menos él. Con 28 años, nunca ha tenido una novia, no conserva amigos del colegio porque siempre se burlaron de él, generalmente por culpa de su madre. En la universidad compartió con muchas más personas, pero ninguna se quedó en su vida. Nunca una mujer lo ha besado más de una vez; tampoco tiene un amigo para contárselo. Su trabajo lo hace desde casa: desarrolla software para una empresa europea. Solo se conecta con algunos compañeros en video reuniones, por lo demás habla con su jefe por correo electrónico. Entrega un trabajo y a los dos días recibe el pago. Maneja su tiempo y quizá ese sea el problema, tiene mucho tiempo libre y todo lo invierte en el cuidado de su madre. Una escena aún más terrible para Robinson: ve una madre acompañando a su hijo adolescente al concierto. Ese chico inocente, con ganas de vivir, se parece a él cuando tenía 16 años. No pudo evitar llorar, se preguntó por qué otras madres sí quieren a sus hijos y por qué la suya un día dejó de quererlo y de quererse a ella misma. Recordó su primera borrachera: tenía los mismos 16 de ese chico que miraba, quizá menos, ya no lo recuerda bien. Su madre estaba en la puerta de su cuarto. Por su ebriedad, no le entendía nada de lo que decía. Con una botella en la mano, de repente se cayó al piso. Robinson se acercó, la revisó, respiraba normal, la acomodó para que durmiera, la cubrió con una cobija y ya. Total, en un par de horas estaría como si nada. Tomó la botella que tenía su madre, pensando que le ayudaría a escapar. Se la bebió hasta el fondo y despertó hasta el siguiente día. Ya era tarde para ir al colegio, se hizo el enfermo y desde entonces empezó a tomarse todo lo que su madre dejaba. Bebía casi a diario, después llegaron las drogas y cualquier cosa que le hiciera olvidar a su madre dando tumbos por la casa, esperándolo. Este día no podía ser la excepción. Antes de que empezara el concierto ya se había tomado dos medias botellas de aguardiente, de ese que venden contrabandeado. Aunque no es el pronóstico empieza a llover. Para Robinson no puede estar mejor, aprovecha para llorar, gritar, saltar. Ese día tampoco conoce personas nuevas. Haberse vomitado no le favoreció mucho con los que estaban a su alrededor. Realmente había disfrutado del concierto; olvidó su vida por un rato. Al finalizar sale caminando lento detrás de la gente, sin afán de llegar a casa. Con su madre está Andrea, siempre tan dulce, tan comprensiva, claro, no se queda hasta tarde porque le tenga cariño, sino porque le paga por horas, a muy buen precio. Es la única forma de que una enfermera pase más de una semana con Débora. Ella cree que Robinson no lo nota, pero siempre le da sedantes en el té, para que en su estadía duerma la mayor parte del tiempo. No la culpa, su madre es insufrible, tal vez un día muera de tantos medicamentos. Realmente han logrado hacer sincronía con Andrea, ella no se queja, él hace como que no lo nota y Débora disfruta de largas siestas. Busca más drogas para el camino a casa. No quiere terminar la noche sobrio. Compra cualquier cosa que le ofrecen en el tumulto, sin saber exactamente qué es, aspira un poco y guarda lo demás en el bolsillo. Nuevamente da largos y lentos pasos hasta su casa. Andrea está sentada en la sala viendo televisión y Débora duerme sentada justo a su lado. —Bueno, me voy a dormir, ¿puedes hacerte cargo hasta mañana? —dijo Robinson con palabras enredadas. —Sí, claro —contestó tranquilamente la enfermera. Prefería salir en la mañana. A tumbos llegó a su cama, se dejó caer sin siquiera quitarse la ropa y enseguida quedó perdido en el sueño. —Robinson… Robinson, disculpa que te despierte, pero tengo una emergencia en casa y necesito irme. La desilusión al despertar y la rabia de tener que levantarse para lidiar nuevamente con su mamá, se mezclaron en su estómago. Se levanta furioso, con los efectos de la fiesta aún en su cuerpo y en su mente. Busca el dinero y le paga a Andrea. —¿Qué hora es? —Ya son las 6:15, tu madre va a dormir como hasta las ocho, cuando despierte va a tener mucha hambre, ya sabes cómo es. Robinson mira a Andrea con desdén, siente como si ella lo traicionara. No quiere hacerse cargo de su madre ese día, pero no tiene más remedio. A las diez de la mañana se despierta nuevamente, escucha mover trastes en la cocina y a su madre refunfuñando. Se levanta rápidamente porque nota que ha dormido más de lo permitido. Lo primero que recibe es un golpe en la cara, con un trapo de la cocina, mal oliente como casi toda la casa, y una sarta de insultos que ya ni escucha. Su madre está en pijama, realmente no cocina, ni busca nada, solo hace ruido para llamar su atención. Él se acerca, no dice nada porque es peor, recoge lo que hay en el piso y empieza a preparar el desayuno. Débora ya no quiere nada, pues ya es muy tarde para desayunar, según dice. Se sienta en la sala, renegando, y pide un té. Robinson se pone frente a la estufa a prepararlo, escucha los insultos de su madre desde la sala. Siente que no puede más. Sus lágrimas se mezclan con el sudor de su cara, el temblor de las manos y los restos de vómito y tierra pegados a su ropa. Le falta el aíre para respirar, parece que esta mujer, que ha dañado su vida, no se va a detener nunca. Saca de su bolsillo la bolsita que le sobró de la noche anterior. Pone un poco en su mano para él, la necesita. Con la misma mano temblorosa vierte un poquito del polvo en el pocillo del té de su madre, se arrepiente, lo riega y empieza a hacer otro. —¡Pero por qué se demora tanto un té! —grita Débora desesperada. Robinson respira profundo, la mira desde la cocina y ve su rostro como sin vida, lleno de rabia y dolor, sus ojos escondidos detrás de las arrugas y la decepción, esos ojos estáticos que no miran a ningún lado. Piensa en lo infelices que son los dos. Se queda quieto frente al fogón con la bolsita en la mano. Casi se ahoga con su propia respiración agitada, atragantada. No encuentra un argumento que le impida hacer lo que su mente le grita. Cree que realmente no sentirá remordimiento: a ella no le gusta su vida y él no la soporta más. Robinson toma valentía, vierte toda la bolsa dentro del pocillo, sirve el té y lo pone encima de un platico, con la servilleta doblada como a ella le gusta, la cucharita que le combina puesta delicadamente al lado. Respira, se esfuerza para que la mano no le tiemble mientras le lleva el té. —¡Esto sabe horrible! ¡Peor que las últimas veces! Sin embargo, se toma dos sorbos más. A punto de tomar el tercero, el pocillo rueda por sus manos que ahora están sin fuerzas. Extrañamente no sé queja. Robinson la mira desde la puerta de la cocina. Se acerca lentamente, la toma entre sus brazos, la acuesta de nuevo en su cama, la cubre con las cobijas, le cierra los ojos y finalmente se va a su cuarto, por fin a descansar. |
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