Publica Tu Cuento: El Camino de Pureche

Nombre*:Carlos Alberto
Web Site (Opcional):
Género*:Suspenso
Título*:El Camino de Pureche
Cuento*:
Un día último de diciembre, en la central de autobuses de Monterrey, se encontraba Luis esperando que llegara el camión número doscientos treinta con destino a Puebla. Era el último recorrido del día, que salía a las 9:30 de la noche. Sólo estaban inscritas 6 personas, según el programa.
Los empleados de la central estaban ansiosos por concluir sus turnos de trabajo, para retirarse a sus casas y festejar el fin de año con sus familias. Las cortinas metálicas chirriaban enérgicas al cerrarse de las tiendas de golosinas y snacks. Dos taxis deambulaban tristes en la entrada esperando subir alguna alma cansada.
Un tren de luces se asomaba por una gran barda pintada con propaganda política. Era el autobús número doscientos treinta, que provenía de Nuevo Laredo. Desfilaba cuidadoso por todo el patio esquivando los grandes baches del tronado asfalto. Finalmente, el camión se estacionó en el cajón correspondiente. Luis miraba ávido por toda la sala esperando que algún rezagado pasajero subiera junto con él, pero no había nadie. Un guardia lo llamó presuroso para invitarlo a introducir sus maletas por el detector de metales. Después de la revisión saludó a una fatigada edecán, quien le entregó un refresco y una bolsa de frituras. Entrando al autobús vislumbró las siluetas oscuras de los cinco pasajeros restantes del programa, que provenían de Nuevo Laredo, y que yacían sentados, algunos en parejas y otros solitarios. Luis se sentó solo en un asiento de lado de la ventanilla, a la mitad del camión. Después de comenzar a moverse el camión para partir, el regio pasajero deslizó las gruesas cortinas para contemplar por la ventana la ciudad nocturna. Observaba las calles solitarias, y muchas casas llenas de familias sonrientes, que platicaban y se abrazaban al son de la música banda y norteña, que eclipsaba los sentimientos más tristes de lo profundo de sus corazones. Pasando la caseta de cobro de la autopista a Saltillo, Luis seleccionó una película de la pantalla del respaldo del asiento contiguo. Después de veinte minutos se quedó dormido.
El cambio de inercia del autobús despertó a Luis, que suspiraba continuamente y restiraba su cuerpo, tratando de saber qué estaba sucediendo. La voz del chofer retumbó en su mente revelándole que estaban en la terminal de autobuses de Saltillo, y que tenían 30 minutos para ir al baño o comprar algún alimento, para después volver a partir.
Una anciana subió al autobús, llevando consigo una gran bolsa de malla de colores, con otra bolsa de polietileno negro en el interior. Un gentil pasajero le ayudó a subir la bolsa. Estaba tan pesada que la arrastró por todo el pasillo hasta el lugar donde la anciana decidió sentarse. Escogió el asiento que se encontraba al otro lado del pasillo de donde estaba sentado Luis. Cumplidos los treinta minutos exactamente, entró el chofer al camión para luego caminar por el pasillo revisando que todos los pasajeros estuviesen presentes. Luego invitó a los pasajeros a que se recostaran en el pasillo para que durmieran más cómodamente. Algunos lo hicieron así.
Partiendo el ómnibus, Luis se durmió nuevamente. Entre sueños oía continuamente llamadas de mensajes por un celular. Uno de esos mensajes lo hizo abrir los ojos. El sonido del mensaje dirigió la mirada de Luis hacia la anciana. Ella tenía su vista hipnotizada en su celular pequeño y viejo. Al darse cuenta de los suspiros del soñoliento pasajero, la viejita decidió preguntarle con voz débil y entrecortada:
- Joven, ¿me puede ayudar a leer estos mensajes? Porque no veo nada.
- Claro – le respondió Luis, que se dirigía a sentarse a lado de ella.
Luis leía los mensajes mientras se enjugaba la boca para poder hablar.
- Dice: Hermana estoy en pureche…
- cerca de san luis…
- Voy a mandar a ruli por ti…
- para que te traiga.
La anciana sonrió tímidamente; sus arrugas dibujaban el gozo por ver a su hermana. Inclinaba continuamente su cabeza agradeciendo a Luis su amable ayuda.
Luis buscó en el navegador de su celular la ciudad o el pueblo de Pureche, pero no encontró nada.
- Quizá se equivocó su hermana al escribir el lugar – pensaba, mientras se quedaba mirando tiernamente a la anciana, que se giraba como página de libro en el asiento, para luego quedarse dormida, roncando como un primogénito.
Luis se quedó mirando asombrado cómo los demás pasajeros dormían templados en el piso del autobús: algunos tapados con cobijas viejas artesanales, otros con yompas de mezclilla, y otros con toallas arrugadas. Contempló por unos minutos el hermoso cielo estrellado que alumbraba el desierto azul nocturno, repleto de cactáceas y centellantes rocas blancas que delineaban los cerros chaparros, que acompañaban sigilosos toda la carretera federal 57. Luis restiró el respaldo de su asiento, y sintiendo sus pies libres en el aire, quedó en paz dormido.
Pequeños golpes punzantes molestaban su hombro derecho. Habían interrumpido el afable sueño de Luis. El viajante solitario formó una sonrisa apacible que saludaba a la añosa pasajera, quien retiraba penosa su huesudo y arrugado dedo índice de su hombro.
- ya llegamos a San Luis, joven – decía la longeva mujer que se levantaba lentamente del asiento.
- Joven, me puede ayudar con la bolsa, porque aquí me bajo.
Luis, con su cuerpo entumido, miró esa gran bolsa. Calculaba la fuerza que necesitaría para cargarla. Levantose del asiento. Se paró en puntas, extendió sus brazos, dobló toda su espalda hacia atrás, estiró su cuello, y abrió su boca para liberar un glorioso bostezo.
Enfocando su vista en el pasillo, Luis miraba el meneo del vestido de la anciana quien caminaba encorvada hacia la puerta abierta del autobús. Asió con fuerza las manetas de la bolsa y estiró hacia arriba. Su peso bajó su cuerpo como un resorte. Tomó nuevamente las manetas de la bolsa con todas sus fuerzas, y la levantó milimétricamente del piso, para luego dejarla caer y arrastrarla por todo el pasillo.
Luis veía agachado, por el parabrisas del autobús, a la anciana que cruzaba las puertas automáticas de la central. Dándose prisa, bajó la bolsa por las escaleras del camión, golpeando cada escalón. Luego la arrastró rápidamente por toda la banqueta del estacionamiento. Veía como las sombras grises de las personas se detenían a mirarlo. Pasaba por una gran tienda de golosinas, saboreándose unas galletas arco iris. Llegando a la entrada de la central, se abrieron las puertas automáticas, que dejaban salir un olor exquisito de café. Quedose quieto por un momento para tomar nuevas fuerzas. A la distancia miraba como la anciana platicaba con un adolescente con aspecto humilde. Vestía con unos jeans desgastados, que se ajustaban a sus piernas flacas. Sus manos se mantenían dentro de las bolsas de una sudadera gris, con el gorro cubriéndole la cabeza. Cerca de Luis estaba una fila de asientos. En uno de ellos lloraba una señora desconsolada. Abrazaba fuertemente un pequeño cuadro con una fotografía. Luis miraba disimuladamente por el ventanal de la central para poder revelar la persona del retrato. Por el rabillo del ojo, vio un brazo que se movía para llamar su atención. Era la anciana que lo llamaba para que fuera hacia ella afuera de la central. Después de haber recuperado sus fuerzas, tomó la bolsa y la arrastró por la sala, cruzándola apresuradamente. Salió por las puertas automáticas para luego continuar por la banqueta del andén, llegando hasta donde estaba estacionada una camioneta vieja Ford Ranger 1983 color roja, con redilas de estructura de perfil rectangular pintadas de color negro.
La anciana trataba con dificultad abrir la puerta de la camioneta, empujando el botón de la manilla con sus dos débiles manos.
- ¡No puedo, Ruli! – decía la frustrada viejecilla, que desistió de intentar de abrir la puerta.
Ruli, ignorándola, abrió la tapa trasera de la cajuela. Como atleta de lanzamiento de martillo, meció un poco la bolsa para tomar vuelo. Levantóla circularmente, y por la fuerza de inercia se introdujo a la cajuela, deslizándose hasta el fondo, acomodándose a la mitad de la cabina. Cerró la tapa con fuerza y se dirigió a la puerta del chofer.
Luis dirigiose a la puerta del copiloto para abrirla. Después de haber realizado repetidos y rápidos tirones hacia atrás, finalmente la abrió. La añosa pasajera le agradeció el favor doblando continuamente su encorvada espalda. Luis le ayudó con delicadeza a subir a la camioneta. Se disponía a retirarse, pero su curiosidad le ganó.
- ¿Dónde queda Pureche, joven? - preguntó ansioso a Ruli.
Esperó un rato, sin oír respuesta.
El descortés joven tosió fuertemente. Después bajó el vidrio de la ventana, para escupir una licuada flema.
Con su incontrolable espíritu viajero, Luis, se atrevió a preguntarles si podía acompañarlos a Pureche. Ruli, miró a Luis sorprendido. Después sonrió, mientras le mostraba su mano con la señal de pago. Luis sonrió también.
- ¡Espérenme unos minutos! ¡Voy a traer mis maletas! – dijo Luis apurado, mientras corría hacia el autobús.
Después de diez minutos la camioneta Ford Ranger 1983, se encontraba en ruta hacia Pureche. Los rayos del sol se elevaban entre dos cerros. El viento frío se introducía por los centenares hoyos de la carrocería de la camioneta. La cansada anciana, yacía tiernamente dormida, recargada en el cuerpo de Luis, con su cabeza apoyada en el hombro.
- Entonces, ¿cómo es Pureche? – preguntó Luis a Ruli.
Ruli, tardó en contestar.
- Pureche no es un pueblo. Es un camino – dijo serio Ruli con voz fastidiosa.
Después de 30 minutos de haber partido de la central, la camioneta ingresó por un camino rural llena de pozos. Circulaba lentamente. A la distancia se observaba una bodega grande con muros de block sin pintar, y con techo de lámina galvanizada. Alrededor había cinco casas a medio construir. Faltando algunos metros para llegar a esas construcciones, les invadió un olor muy penetrante de un exquisito aroma de algún tipo de jabón.
La camioneta se estacionó enfrente de una casa con una puerta y ventanas metálicas raspadas, como listas para pintar. Los muros eran de block. A lado estaba el patio, delimitada por una barda de ladrillos de adobe, que sostenían algunas macetas de aloe vera, contenidas en cubetas sucias de acero. Sobresalían de aquel patio grandes arboles de nopal, donde algunos tallos rebeldes empujaban la desalineada barda.
- Aquí es donde está su hermana, Doña – dijo Ruli, mientras bajaba de la camioneta.
De un brinco de tigre, Ruli subió a la cajuela para abrir la pesada bolsa. Una sonrisa de soberbia emanó de su rostro al ver lo que había en el interior. Sus manos sacaron varios paquetes de billetes de quinientos pesos.
- Bajen pronto porque me tengo que ir – les exhortó Ruli, frunciendo el ceño, y dejando caer de la cajuela las maletas de Luis.
La anciana empujó a Luis para que bajara pronto. Éste bajó asombrado. Ruli, subió rápido a la camioneta, y se marchó.
- Venga, joven, para que conozca a mi hermana Camila – decía la doña, que abrazaba el brazo de Luis para dirigirlo hacia la puerta de la casa.
- ¡Camila, ya llegué! ¡Soy Ramona! – gritó con débil voz.
La puerta metálica se abrió después de tres tirones fuertes. La figura de una anciana en silla de ruedas emergió de la oscuridad de una habitación. Doña Ramona corrió con frecuentes y tambaleantes pasos hacia ella para abrazarla. Las viejitas se acariciaban sus tiernas arrugas de sus caras. Los pulgares de doña Ramona secaban las lágrimas que salían de los cataratosos ojos de la viejecita inválida.
Las lágrimas de doña Ramona caían frenéticas en la cobija deshilachada que cubría las delgadas y fragosas piernas de la quebrantada hermana. En amorosos tiempos se besaban cada una en sus frentes.
Luis, contemplaba con nostalgia el encuentro fraternal, pero aquel olor penetrante de limpieza lo desconcertó.
De pronto un niño, como de nueve años, se asomó por detrás de la puerta metálica. Era un niño con ojos bloqueados por una glándula gris, que le producía ceguera. Su cabecita morena estaba rapada. Caminaba vacilante debido a sus malformadas piernas.
Luis, atónito, caminó hacia atrás saliendo de la casa. Giró su cabeza hacia la izquierda. Miró aquella bodega con muros de block. Su olfato le reveló que el olor provenía de allí. Sigiloso se dirigió hacia ella.
Contemplando por unos minutos la construcción, descubrió unos huecos en la pared donde se revelaba una ruta para subir a un techo que se encontraba a la mitad de la altura total de la bodega. Calculó con detalle cada movimiento hasta estar seguro. Y con vehemencia decidió escalar la pared.
Una vez arriba se dirigió hacia la otra orilla del techo. Una enorme pila yacía debajo. Estaba llena de un líquido amarillo. Era pastoso. El olor a limpieza era dulcemente agudo.
De pronto se oyó un ruido estridente de una gran bomba hidráulica que se accionaba. Toda la pila vibraba ante el embate mecánico. El líquido comenzó a burbujear como la lava de un volcán. En segundos se levantaban oleajes que chocaban en las paredes de la pila, salpicando todo alrededor. El líquido se tornó gris oscuro. El olor se transformó en un olor espantoso. Luis fue salpicado por este líquido, provocándole irritaciones en la piel y vómitos incontrolables. De los huecos de las paredes salían todo tipo de animales horribles de diferentes tipos y tamaños: víboras, arañas y cienpieces.
Luis se alejaba atarantado por sus dolencias, pero pronto cae al piso delicado. Su vista se nubló. A lo lejos miraba cómo dos figuras humanas con mandiles y botas blancas de carnicero se acercaban a él. Uno figuraba flaco, y cojeaba; el otro grande y obeso, que caminaba encorvado.
Luis, horrorizado, se sintió cerca del pretil del techo, y simplemente se rodó para caer rígidamente a un pasillo sucio. Se incorporó lentamente. Adolorido de todo su cuerpo deambulaba a tientas por las paredes. Su respiración comenzó a faltarle. Gemía de desesperación. Después de caminar algunos metros sus manos tentaron unas rejas, que generaron un ruido como de campanillas. Al instante se escucharon gritos agónicos de personas que se acercaban a él, sacando sus brazos por entre las rejas. Uno de esos brazos lo empujó para tirarlo al piso. Luis, agudizó por un momento sus sentidos, para percibir toda la situación. Veía a personas malformadas, con ojos desproporcionados y desorbitantes que lagrimeaban de sufrimiento, bocas que balbuceaban auxilio descontroladamente, y cuerpos que se retorcían de dolor. Su mente alcanzó a visualizar a aquel niño que vio reflejado en el ventanal de la central de autobuses de San Luis Potosí, en el retrato de aquella mujer que lloraba desconsoladamente.
En un último esfuerzo, Luis se reincorporó para escapar de aquel lugar, alcanzando a encontrar una puerta abierta que lo dirigía hacia un camino terreado. Vio a lo lejos la casa de doña Camila. Veía las figuras de las viejecitas y de la camioneta Ford Ranger de Ruli. Luis, corrió esperanzado hacia ellos; pero faltando algunos metros para llegar no pudo más y cayó rendido al suelo. Giró su cuerpo para quedar boca arriba y con las manos extendidas, mirando por última vez el precioso cielo limpio. Entre el delirio de dolor oyó a una anciana que decía:
- Discúlpeme, joven, pero mi hermana es lo único que tengo.
Y vio la figura de un niño con cabeza rapada, que vertía de una cubeta el líquido amarillo con olor dulce sobre su cuerpo; y que gritaba con voz tierna: "Pureche, Pureche, … "

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