Cuento*: | Mi padre me dejó un pan para que me lo comiera cuando estuviera triste. El problema es que con la tristeza se pierde el apetito. Inclusive si lo comiera sin hambre, ¿qué me quedaría hacer cuando de nuevo me entristeciera? No tendría el mismo efecto si yo mismo llenara la panera. Mi padre ya no vive, ya no tengo quien me brinde un pan para mi pena. Es por ello que, ante todos los métodos que investigue para preservar este pan, rápidamente será devorado por el hongo. Pero tampoco puedo comerlo. Si tan solo mi padre viviera. Mi pesar es más grande que al inicio, cuando papá me vio llorar estando quieto en la cocina. Su seriedad intrigante como siempre, sus silencios, sus movimientos precisos que me inmovilizaban para no interrumpir su fluir perfecto sin ruido. Me había sometido ante su cándida mirada; siempre fue un placer quedarme quieto ante su misteriosa existencia, pese al haber vivido toda mi vida con él. Ese día, por alguna extraña razón, en las mangas arremangadas de su camisa blanca de rayas delgadas rojas vi dos lágrimas. Mis ojos siempre me dijeron que eran los de mamá. Entendí hasta ese día que casi no lo conocía; se desfiguró mi rostro al comprender que en realidad no me conocía. La inundación en mis ojos azotaba lágrimas pesadas al querer preguntarle por mi madre, pero el poder de su sonrisa me contuvo. Ahora debo superar su muerte con este mismo pan que puede volverse piedra. El final para este delicioso pan es inevitable como la misma muerte; solo debo decidir si será a costa de mi boca o por la desintegración de la naturaleza. No debo sacarlo más de la panera porque la exposición a la temperatura ambiente lo volverá piedra, y de qué sirve un pan si pierde el propósito de ser saboreado mientras se come blando, en caso de arrepentirme y comerlo por tanta tristeza diaria que a duras penas me permite pensar y levantarme de su cama. Entumecido, respirando su aroma, duermo soñando que me llama; entre lágrimas despierto y busco el pan que me ofreció con su mano ligera. Intento recordar si en mi sueño mi padre me invita a comerlo, pero no lo recuerdo. Hoy, finalmente tomaré la decisión; lleva días sin enmohecerse ni volverse piedra, así que, pese a todo, cualquier opción que tome, jamás conservaré el pan que me ofreció mi padre para aliviarme. Su repentina muerte al despertar le impidió despedirse de mí, ni decirme que fuera un buen hombre, que me quería y que fuera feliz. Creo que definitivamente no permitiré que el pan se vuelva piedra; eso representaría dejar morir la intención de mi padre por ayudarme. Mejor lo comeré. Pero imaginaría comerme su misma carne. Sin embargo, generaría un bello hábito de remembrar a mi padre cada vez que coma pan, y mis pesares deberán disiparse, pero me aterra el hecho de que lo parta por la mitad y una de esas mitades comerla mañana para poder prolongar su último recuerdo, y al hacerlo, se encuentre echado a perder. La verdad, no sé qué me pesará más, si el sueño amable y reconfortante que tenga al haberme comido la primera mitad, o el pavor de la segunda echada a perder. Ahora definitivamente no podría comerme todo el pan, así que sería un hecho que, al encontrarse en buen estado, una mitad me haría sonarlo tal y como era, y este sueño sería una epifanía; lo vería yo siendo un niño con un rehilete donde se refractaran colores enralecidos en ese día gris como todos los sueños. Estaría contento por ir tomado de su mano en algún recuerdo. Por otra parte, la mitad putrefacta que me coma mañana me llenará de miedo, porque seguro sonará a mi padre diciéndome que él sabía que muy pronto moriría. |
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