Cuento*: | Se construyó una ciudad sobre el desierto, oprimiendo todo su calor. El norte de México vive la remembranza prehispánica de entes réptiles. A diferencia de una facultad divina, se percibe lo sublime en todo sacrificio del calor avasallante que encoleriza y despierta el vapor de la sangre fría que los caracteriza. Nos mezclamos sin dejar de ser esclavos de los dioses. Nos volvimos los más fieles seguidores del sacrificio humano. Este desierto tiene forma de osamenta; las mujeres mutaron a consecuencia de muertes violentas, rituales mundanos de los instintos. Existen mujeres que, al ser apuñaladas, dejan correr la arena suavemente, deslizándose sobre la hoja de metal álgido que las perfora. Sujetan en las profundidades de su vientre todo su dolor, todo su odio, degradan su consistencia y fortaleza. Las llamas a punto de extinguirse en la procesión, interrumpida por sirenas, alumbran el camino del rito. Las letanías deambulan en los alaridos nocturnos. Se encuentra un camino a salvo entre la verdad que se oculta para permitir fluir la sangre. Fría como cuchilla, las yemas de tus dedos saben a fierro y, aunque hay días en los que temo no encontrarte, sigues surgiendo como un brote de flor desértica. Hay demonios sin rostros ineludibles del tiempo cuyo apetito voraz se traga la historia, la gloria de vivir y ser libre. Han poseído a los ojos nocturnos. De noche no duermo, porque temo despertar y no encontrarte. El insomnio me confunde. No distingo lo irreal de lo tangible, pero sigues brotando como flor desértica. Las mujeres se tornan réptiles como efecto de supervivencia. Regeneran sus memorias amputadas con destellos de promesas. Mudan de piel dejando atrás el llanto. Se vuelven amnésicas para disuadir la demencia. Los hombres dejaron de ser hombres y los niños los contemplan vislumbrando su futuro mutilado. Invoquemos para que el desierto escupa sus secretos, para que el viento se lleve la aflicción a las profundidades. Oremos en silencio para escuchar algún Dios hablar, para que la arena del tiempo se detenga y se rompa una vez más la realidad. Permíteme hundirme en los recuerdos y no volver jamás a ser visto en el abismo, lejos de la luz de sus ojos, rojos centellantes. Las lluvias lejanas del verano y el brillo en sus pupilas me percatan de que las luces nocturnas en el cielo son de estrellas probablemente muertas. Permite esconderme, mujer de arena, y ver quién te observa. El tiempo no tiene memoria, sólo la otorga, tal como esta ciudad conserva la arena aterrando mi rostro mientras me entierra. |
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